Llueve el silencio de la ciudad transformada y vacía. Y amanecen los días llorando el dolor, o a tal vez una alegría.
No preparé un plan para este mundo, y sé que muchas otras veces me sentí encerrado.
Y cuántas mañanas quise correr por la playa, o caminar lento, mirar el horizonte buscando la sensación de libertad.
Pienso en un paseo en otoño por la ciudad, justo ese día que el viento trae el primer frío.
Y tengo dentro de mí, todavía, esas sensaciones que hace mucho me llenaban cuando estaba todo por hacer. Esa incertidumbre que nos obliga a movernos, a dar un paso. Ir más allá.
Nunca pensé en las cosas que pasaron, como gotas que resbalan en una ventana y que se pierden. Nunca sentí que el tiempo es un poso que me moldea. Y a pesar de mí, soy producto de mi pasado. Cada paso me parece nuevo aunque ese camino es conocido. Y es lo que me hacer ver cada hecho, cada recodo, como la primera vez. Pero hay momentos en que miro para atrás y me sorprendo. Verme en mis recuerdos eso que fui. Es cuando tengo nostalgia de eso lejano que parece cierto o no, como vernos en una foto y pensar que yo soy también ese que está ahí, fuera de mí. El paso del tiempo.
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No es el pasado el que marca la distancia o el valor, sino lo que tenemos delante, por descubrir.
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Miro las cosas, lo que pasa frente a mí, desde esta esquina del mundo, sabiendo que otros miran (me miran) desde otro lado. Y a veces nos encontramos, nos tiramos palabras a los oídos, y ponemos cara de entendernos, pero más adelante sólo tenemos un rumor de aquello que vimos, que escuchamos, que sentimos.
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El invierno nos recluye, será el tiempo, o la luz. Nos transformamos en seres que deambulan por las calles, por los pasillos de viviendas iguales, buscando algo diferente a la soledad. Buscando cobijo. Me veo cocinando, comiendo, hablando, riendo, durmiendo, como si me estuviera espiando a mí mismo, pero él es otro, y no soy capaz de que me haga caso.
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Yo no lloro, pero los años ya me perdonan y me dejan sentir un temblor, asomar una lágrima furtiva. Pero voy a destiempo. En cualquier momento aparece un sentimiento, sin sentido, y tengo que bajar la vista, frotarme los ojos, quedarme quieto, simular que soy el mismo.
Sigo sin poder hablar de Bono.
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Lo bueno de tener un hijo entusiasta e ingenuo es que me obliga a repensar todo, volver para atrás, releer los sentidos, aprender otra vez cómo se hacen ciertas cosas. Y jugar.
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Ahora que el tiempo ahonda en su fuga, ahora que podemos decir, recordar, aquellos años en que todo era nuevo, rápido, inasible. Es ahora que siento que tengo un lugar, que sí que somos permeables, que sentimos el amor de poder vernos, besarnos o llorarnos.
Un día llegué a este lugar, y me fui quedando, pude sentirme bien, acompañado y estimat, fui entrando en un món nou, ple de coses novas, y que me abrió este espacio que creamos, un lloc diferent, donde ya mezclo o perdo les paraules. Tant fa!
Recordo el primer dia a Barcelona, un dia gris de gener, donant un passeig al voltant de la plaça Catalunya. I em recordo perdut, sense saber què feia aquí. Vuit mesos més tard, a Buenos Aires, vaig tenir una sensació semblant, i sense entendre-ho, el cos em deia que el meu lloc no era més que l’espai que només jo podia crear.*
Y eso hicimos.
(homenaje a mi abuelo David)
*Recuerdo el primer día en Barcelona, un día gris de enero, paseando por la plaza Cataluña. I me recuerdo perdido, sin saber qué hacía aquí. Ocho meses más tarde, en Buenos Aires, tuve una sensación parecida, y sin saberlo mi cuerpo me decía que mi lugar no era más que el espacio que sólo yo podría crear.
Es un placer anunciar mi nuevo libro. Esta segunda parte de Las Formas de la Felicidad no es sólo una continuación de otro libro, sino un complemento, tal vez más reflexivo. Un trabajo de tiempo, experiencias, alegrías, tristezas, que se reflejan en lo que expresamos. En cómo lo decimos.
Mi agradecimiento a quienes de alguna manera participaron en la creación de este libro: Yolanda, que despierta o dormida es mi guía; Biel, que me enseña cada día un Universo; Martina, que si supieras que las miradas que dibujás son penetrantes (y hablan), infinitas; Clara por ayudarme con la portada.
Y también a mi gran familia de Buenos Aires y Barcelona. ¡Los quiero!
Este libro está a la venta para quien lo desee. Precio: 5€ + gastos de envío, contactando a nicolas@nicolasfriedmann.com
Un pequeño avance:
El yo cambiante
Todos los días me levanto a las seis y media de la mañana, hago pis, me cepillo los dientes y me meto en la ducha. Entonces es cuando me siento despierto.
Me gusta caminar por casa mientras todos duermen, no porque me crea dueño del espacio, sino es la sensación raramente libre de esos minutos en que comienza a clarear el día. Y me preparo un café y miro las noticias en el teléfono, de pasada, apurando esos minutos hasta despertar a Biel. Y entonces todo cambia, se revoluciona el tiempo y el espacio. Y al rato despierto a Yolanda, y la mañana ya está completa para arrancar. Y hay unos minutos, o segundos, cuando mi mente empieza a hilar pensamientos- es un momento, casi un suspiro, en el que divago, es una deriva que une las mayores tonterías con las ideas geniales y grandes poemas que olvido a los pocos segundos, como hilos de palabras que nunca volverán.
Mi nombre es Bono, y soy un gato. Me llamo Bono gracias a esas personas que
dicen que soy suyo, y parece que es un nombre que les recuerda a otra persona
que no conocen, pero que tal vez admiran. Mis personas son una hembra de
nombre Yolanda, y un macho de nombre Nicolás, aunque no sé si esos nombres
recuerdan a otras personas, o se llaman así por gusto. A veces se llaman por
otros nombres, como Cariño, o Baby. Esto me lleva a pensar que las personas
responden a varios nombres, como los gatos, que sabemos cuándo nos llaman,
aunque sea con un silbido o una frase ñoña.
A Yolanda yo la quiero mucho, porque es la más cómoda, y porque me gusta
que me acaricie. También me gusta jugar con ella aunque se enoje cuando la
cosa se pone más divertida para mí. Claro, ella me puede levantar con una sola
mano, y si me defiendo con uñas y dientes ya está, me grita y me tira hacia
algún lado.
Con Nicolás es diferente, él me tira la pelotita y yo le sigo el juego y de pa- so
me entreno por si me tengo que enfrentar a un enemigo. Por lo demás, sólo me
gusta estar encima de él cuando no se mueve, así encuentro una posición
cómoda, cosa no tan fácil. Pero bueno, él suele darme la comida y esas cosas
raras que me mete en la boca.
Voy a sincerarme: los quiero un poco, a pesar de sus cosas, porque vivo con
ellos hace ya muchos años y me dejan dormir en su cama. Y un secreto, hay
veces que practican algo así como una lucha que no sé nunca quién gana,
entonces me voy al comedor, o me quedo expectante, porque después se
quedan muy cansados y puedo hacer lo que me da la gana.
Hay días que pienso que soy un gato con suerte, y observo por la ventana a
esos compañeros del patio que me miran mal. Y otras me pregunto: ¿qué habrá
afuera, más allá de esos paseos para ver a Carlos, y alguna que otra escapada
infructuosa?
2
Quiero aclarar una creencia extendida entre las personas, según la cual el perro
es el mejor amigo del hombre. Es sabido que los humanos son pro- pensos a las
habladurías, a dar por buena cualquier opinión, especialmente si encuentra eco
en los diarios o la televisión.
¡Es el Gato el mejor amigo del Hombre! Así, con mayúsculas. Los gatos, igual que los perros, recibimos a nuestras personas en la puerta, expectantes, pero sin vociferar como si se acabara el mundo, y también sin tirarnos encima de quien llega. ¿Acaso los perros creen que una persona que sale de casa no volverá más?
Los gatos nos arreglamos con menos espacio, vamos a nuestra bola, y no
molestamos a nadie. Es más, marcamos bien el territorio del hogar, no sea que
alguien quiera entrometerse. Por eso nos meamos en los rincones. Pero eso no
tiene mayor importancia, porque nosotros descansamos en el rega- zo de
nuestra personita, y dormimos el tiempo que sea necesario, todo con tal de no
molestar.
Ya sé que a algunos hombres les gusta amaestrar a los perros, pero eso es un
signo del ansia de poder que los mueve. Fíjense sino, dando órdenes y
castigando si no los obedecen. A veces dan una lástima.
Por sobre todo, nosotros los gatos somos de naturaleza inteligente, reservados,
austeros, amigos de nuestros amigos, y defensores (pero de verdad) de los
nuestros.
3
La soledad del gato es algo normalmente tomada como una cualidad de los
felinos. Nos tienen como autosuficientes, y nadie nunca nos preguntó si esto es
así. Y cómo hacerlo, si no hay humano que sepa comprendernos. Como mucho,
adivinar ciertos ademanes generales sobre lo que podemos querer decir. Se ve
que esa sí que es una característica humana, la de no poder entenderse. Se
hablan y no se escuchan, se imponen sin saber qué opina la otra persona.
Nosotros los gatos, dentro de nuestras limitaciones, también tenemos
sentimientos complejos. Y sabemos leer en los otros qué hay detrás. Y no
ponemos barreras ni formalidades. Por eso somos leales. Por eso defendemos
lo nuestro.
A veces, al ver a nuestras personas, no podemos más que reir o compade-
cernos de esa ceguera que los acecha. Nosotros vemos en la noche. No te-
memos la oscuridad. Somos los guardianes de esas pobres almas. Pero hay que
admitirlo, generalmente los animales (y para nosotros no es peyorativo)
poseemos ese sentido que nos alerta de la maldad. Para qué necesitamos la
vanidad! Si tenemos hambre buscamos comida. Si el cuerpo nos pide sexo,
buscamos (olemos) a nuestra hembra, a nuestro macho. Si se necesita ayuda,
ahí estamos. No pedimos nada a cambio. Por eso nuestra soledad es diferente,
sordos de los otros, escuchando aullidos en la lejanía.
4
Ya sé que muchas veces me río de los perros, y que casi siempre me parecen
algo estúpidos. Pero el otro día, mis amigos Pica y Porte me contaron como
murió Moro, un perro de los de antes, ovejero, fiel, un amigo. El luto por su
desaparición duró una semana en Paradilla, y sus hazañas todavía resuenan en
lugares tan lejanos como éste. Se ahogó en lodo, me dijeron. Iba persiguiendo
un gato, u otro perro, y no sabía que unos humanos, en nombre de la civilización,
habían cavado un pozo para el tendido telefónico. Era de noche en Paradilla de
la Sobarriba, y la oscuridad le jugó su última broma pesada. Cuando lo
encontraron era tarde ya. Y esa pérdida inútil nadie puede subsnarla.
Una semana dije, duró el luto por el Moro, llorado por su familia, por sus amigos.
Esos días en los que el vacío es tan intenso hay que dejarse llevar, porque la
fuerza no nos acompaña. Yo sé que todo esto que cuento es cierto, porque me
lo han contado unos amigos, y detrás de su mirada pícara sé que lloraban. Y eso
que era un perro.
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Las vacaciones no me gustan. No creo que sea difícil comprenderlo. Uno vive
tranquilo todo el año, sabiendo que las personas están fuera durante diez, doce
horas. Son las horas de mi siesta. Cuando llegan a casa puedo jugar, me ponen
la comida y me divierto un rato. Pero cuando se van muchos días me dejan solo
como un gato, esperando la visita de sus familiares para que vean si sigo vivo. Al
final pasa que me acostumbro a ellos (los familiares) y ya vuelven Yolanda y
Nicolás. Huelen mal, muchas veces tienen la piel más oscura, y encima esperan
que les haga una fiesta! ¡Por favor! Un mes entero sin venir a verme y después
quieren que todo siga como si nada. La verdad es que se me pasa rápido, pero
yo me hago el enojado un par de días más, para que aprendan. No se juega con
los sentimientos de un gato, no señor.
6
Carlos es mi médico. Cada vez que me siento mal, y a veces no sé por qué, me
llevan a verlo.
Carlos tiene las manos muy grandes y en general me trata bien, aunque alguna
vez se pone pesado y me mete palitos en la boca para después mirar en un
aparato bastante extraño mi saliva.
A Carlos también lo quiero, pero siempre que vamos a verlo se queda hablando
mucho rato con Nicolás y yo me aburro. Y, curiosamente, después de cada visita,
Nicolás me empieza a dar esas cosas que me hacen vomitar.
Antes de que Carlos fuera mi doctor, me llevaban a otros, y ninguno sabía qué
me pasaba.
Sé de muchos gatos a los que les da miedo ir al médico (se cagan encima). A mí,
la verdad, me divierte, menos cuando se ponen a charlar, y aquella vez que me
dolía la panza y me metieron algo por el culo que me dio diarrea.
Carlos es casi como mi segundo padre, y sabe un montón de lo que nos pa- sa a
los gatos, y aunque sé que a escondidas también lo visitan los perros, yo lo
admiro. Cuando sea mayor, quiero ser como él.
7
Tengo que confesarlo: a los gatos nos asustan las ratas y las cucarachas. Es
verdad, y es algo que no podemos controlar. A un ratoncito lo podemos cazar,
pero las ratas son enormes, y tienen una mala leche que no veas. Además son
sucias. ¿Acaso alguien ha visto a un gato que no se lave? Con las cucarachas
es diferente, aparecen por cualquier lado, y en el momento más inesperado. Son
bichos malos. Cuando vean a un gato persiguiendo a una cucaracha es que se
está defendiendo, nada más.
Los gatos del patio me dicen que soy un pijo, y que si tuviera hambre como ellos,
me comería hasta la basura que dejan los del Condis, pero sé que ellos, en el
fondo, si estuvieran en mi situación, pensarían lo mismo que yo. En eso nos
parecemos sospechosamente a las personas.
8
La felicidad del gato es comer, dormir, y procrearse, por supuesto. Nuestra
cualidad felina nos hace estar alertas, cazar si es necesario, pero a lo largo de
los siglos hemos sabido adaptarnos a las circunstancias de la vida. Es así como
nos transformamos en “animales de compañía”, como dicen. ¡A quién no le
gustaría! Te miman, te dan de comer, te dejan dormir. Los que tienen suerte
viven una existencia relajada y feliz. Aunque cada vez se sabe más de gatos
maltratados por sus humanos, seres incapaces de comprender que no somos
muñecos al servicio de ellos, que podemos no querer jugar ni hacer como que
todo nos gusta. Somos gatos, no ositos de peluche. Y qué decir de las
mutilaciones que sufrimos muchos de nosotros: nos esterilizan, nos transforman
en seres sin sexo, y sin ganas de vivir. Por eso nos tiramos por ahí, y
engordamos de pereza y tristeza. Con otros es peor: les arrancan las uñas. ¡Y
les dicen médicos a esos torturadores amparados por la ley! Nosotros también
sufrimos. Tenemos sentimientos. La vida es muy corta para vivirla como un
eunuco.
Hay quien sueña con la libertad, pero la vida ahí afuera es dura. Nos han creado
un mundo feliz que al mismo tiempo es nuestra cárcel. Pero es el mundo que
conocemos.
9
Estoy enamorado. Espero que no se note mucho, porque sino mis personitas se
ponen pesadas y no hay quien los aguante. Mi amor es imposible, y eso lo hace
todo más romántico. Ella… ella es hermosa, tiene el pelo blanco y alguna que
otra mancha marrón claro que le hace tener algo especial. Y lo mejor es que
cada tanto me visita. Se cuela por el balcón de al lado y se acerca lentamente a
la reja que nos separa, y así nos quedamos horas y horas mirándonos,
oliéndonos. Pero como dije, es un amor imposible. Ella es una gata de la calle, y
yo vivo encerrado en mi tranquila vida. A veces sueño que nos escapamos y nos
vamos muy lejos a vivir una vida gatuna lejos de la gente, lejos del pienso duro y
el pis en las piedras esas que me ponen. Lejos de todo pero cerca de mi amor.
Me gusta soñar con mi gata, aunque también hay que decir que me daría un
poco de pereza escaparme, con lo a gustito que estoy durmiendo estirado en la
cama. Y hay que tener en cuenta que cada tanto me dan pollo. Es mi debilidad.
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¿Cómo es la felicidad de las personas? Yo los observo y me parecen raros,
seres que se comportan de forma extraña. Siempre llegan cansados a casa, y a
veces ni siquiera me saludan. Después se pasan el rato diciéndose cosas que
no entiendo, o callados, mientras las cosas las dice eso que llaman tele- visión.
Yo tengo suerte, porque mis personas no hablan como en la televi- sión, pero
me cuentan mis amigos del patio que hay otros que sí lo hacen y entonces es un
griterío que no se aguanta.
¿Y el tiempo que pasan en el baño? Yo me lavo un rato y ya está, mientras ellos
necesitan estar debajo de un chorro de agua (¡qué asco!) y pasarse ese líquido
viscoso y espumoso. Con lo fácil que es lamerse.
Y también necesitan taparse para dormir. Claro, no tienen pelo por todo el
cuerpo y tienen frío. La naturaleza, que es sabia, nos dio a los gatos el pelo, y
con acurrucarnos en algún rincón, dormimos como la seda. Y para salir a la calle
se ponen tantas cosas que cansa: ropa interior, pantalones, camisas, camisetas,
abrigos y hasta gorros. No me sorprende que lleguen cansados y de mal humor,
si van encarcelados de ellos mismos.
Otra cosa, tienen un aparato que de repente suena, es como un timbre que se
repite, y se ponen a hablar por él.
Después lo dejan ahí como si nada, o se preguntan cosas, o cuentan cosas de lo
que sale del aparato.
Para comer, se pasan horas en la cocina preparando platos, con lo simple que
es ir y comer, como hago yo. Que si poner algo al fuego, que si está rico o feo,
que si está podrido.
Todo es complicado para las personas. Yo creo que son felices cuando se ríen.
En esos momentos, hasta la cosa más tonta les da risa. Pero están relajados y
yo me aprovecho porque se ponen cariñosos. También se ponen cariñosos
cuando están tristes.
No sé si son felices, pero al fin y al cabo las personas son entrañables.
Definir las razones que dan vueltas dentro. Sentir que son mías, un sentimiento. Y entonces poder mirar, enfrentar el espejo. Buscar los rastros de mí en los lugares, que los olores me den tranquilidad, que sean conocidos. Volver atrás, para mirar de otra forma, y encontrar el sentido de las cosas que pasan, que nunca entendemos, pero no buscar una explicación. Arrancar de mí una palabra y sortear la mirada del otro como si fuera peligro. Y en el fondo, cuando el dolor está presente, una compañía siempre efímera, eterna, estamos a tiempo de abrir las puertas, dejar entrar el aire, reírnos de nosotros mismos, buscar el sitio que nos cobija.
Cada día me despierto como si todo fuera nuevo pero no. Es como si poco a poco fuera recordando, o sacando de la nebulosa, trozos de realidad que soy yo, que son las cosas que me rodean, que escucho, que siento. Me visto de todo esto para poder salir. Salir es mirarse para afuera, y dejar que te miren. Y cuando logro encajar en el engranaje (a veces me tranquiliza), me pierdo en eso otro y puedo no pensarme.
¿No sentirme?
La realidad es lo que interpretamos como realidad, pero también podemos perdernos en ese lugar. La introspección es un estado que puede alejarnos. Nada nos asegura la paz. Y me pregunto.