1
Mirar por la ventana el tumulto de la calle. Saber que allá abajo pasa algo, que baje al bar. Y el paseo de los perros. Y hasta cuando no hay nadie que sobresalte el calor del mediodía o el silencio cómplice de la noche. Enton- ces imagino. Todo lo que no sucede en la calle está encerrado en paredes, o en estadios llenos de gente, anónimos que gritan. Desde al lado llega un gemido que no distingue el placer del dolor. Y enfrente una televisión encendida colorea un concurso caduco. Por suerte el vecino del sexto pone clásica en el CD, y la vigilia se hace amena y tranquila. La inocente paz que se respira es sólo una tregua que da paso a otro día, porque nunca se sabe cuándo terminará esta felicidad, o cuándo el tedio llenará mi cuerpo para querer salir y chocar con el mundo. O lo fácil que es esperar que un hecho suceda, sin moverse. Esperar que el rosal florezca, que la humedad baje, que me digas te quiero, que la brisa me abrace. Esperar que las cosas pe- queñas den sentido a una vida. Esperar que las grandes aparezcan. Esperar es una palabra vil, pero feliz a veces. Esperar que salga el sol por la mañana, o que llueva torrencialmente. Esperar mi movimiento cuando no sale. Apacible espera de un pétalo, un beso y una mirada.
2
A mí, es que me da vértigo cualquier altura, pero a Joaquín le flipan. No hay cornisa ni terraza ni precipicio al que no se asome. Es como una enfer- medad. El dice que así se siente vivo. Y le creo. Antes iba con él, lo acompañaba a los lugares, hasta nos divertíamos. Pero siempre había, llegaba el momento en que encontraba ese sitio a donde yo no quería ir. Me entraba como un picor en el estómago, se me achicaba, y ya no podía pensar. A Joaquín le divertía. El se reía a mi costa. Y digo se reía, porque dejé de ir con él. No lo aguanté más. Claro, empezó con el puenting, siguió con el parapente, y al final la caída libre.
Sorpresivamente, cuando lo dejé de ver fue cuando comencé a compren- derlo. Digo, eso de ponerse en un punto en que te estás por caer, o que caes y algo te sostiene. El peligro. La adrenalina. Todas esas cosas que se dicen son válidas. Y también la libertad. Ese sentir que uno es libre aunque sea esos segundos en que el aire es el único testigo. Después se me ocurrió pensar que lo que le pasa a Joaquín es que le gusta esta forma de divertirse porque se siente atado en su vida. Las obligaciones, la familia, y los amigos como yo a los que nos gusta más bien la paz de un sillón mullido. Entonces, para descargar toda la ira que lleva adentro, Joaquín busca espacios vacíos por los que tirarse. Por supuesto que no quiere matarse, pero al existir esa posibilidad se siente diferente. Como si hubiera elegido ser torero, o algo así.
Lo que es seguro, eso sí, es que Joaquín se realiza cada vez que se trepa a un tejado o que se tira desde un puente asido a una cuerda. Qué se le va a hacer. Ahora casi no lo veo nunca, pero aprendí a saber que su forma de vida es la más segura para él. Y le crecerán alas.
3
Desde tiempos inmemoriales, la razón de mucha, muchísima gente, fue el tener hijos. Procrear, hacer nuevas vidas, darles hermanitos a los hermani- tos. Ser numerosos. Sé que hoy en día no tiene muy buen ver está visión de las cosas, pero en el fondo a la mayoría le hace ilusión el ver reflejado en otro ser humano a sí mismo. Ese “es igualito al padre”, o frases por el estilo, son de un trasfondo feliz para quien las recibe. La naturaleza humana. La cuestión es formar una familia. Es lo que le pasó a Carla hace unos años: ella era una chica liberal (perdón, progresista), que vivía en pareja con su novio Juan Antonio, también progre (o liberal). Todo marchaba sobre rue- das hasta que un día, en una cena familiar, a una tía-abuela pesada se le ocurrió preguntar que para cuando el casorio, que sino a Carla se le iba a pasar la edad de tener retoños. La broma fue festejada, sí, pero por la noche, después de un polvo liberal, Carla tiró la pregunta: ¿te casarías conmigo? A partir de aquí ya se pueden imaginar. Idas y venidas y discusiones y un poco de pelea hasta que los dos se dieron cuenta de que su forma de vivir ya los convertía en una familia, y que después de todo, darle una ale- gría a los viejos no estaba del todo mal, y que, además, el estar casados les convenía en materia fiscal. Conclusión: boda al año siguiente (por la iglesia, por los viejos), y un Juanantonito al cabo de año y medio.
Ahora Carla y Juan Antonio son felices, acumulan algunas deudas, dejan a su niño en casa de los abuelos cuando se tercia una noche de marcha, y piensan que lo más importante en la vida ha sido darle a este mundo un ser destinado a ser médico o abogado o ingeniero. Serán unos padres liberales (o progres) y dejarán que su varoncito traiga a cenar a la novia cuando sea adolescente. Se preocuparán por el tema de las drogas y del sida. Y hasta darán dinero a una ONG.
Hace bastante que no veo a Carla, está muy ocupada. Y Juan Antonio tam- bién. En verdad no es que no los vea porque ellos no me llamen. Lo que pasa es que cuando nos encontramos, lo primero que me preguntan es que para cuando yo. Tiemblo.
4
Mi amiga Rebeca tiene una filosofía muy acorde con los tiempos en que vivimos: vive y deja vivir. Después de pasar por muchas formas de pensar cómo debía ser el compromiso ante los hechos que se suceden en nuestro existir, decidió que eso era lo suyo. Y encontró la felicidad. La particularidad de su “vivir y dejar vivir” es que Rebeca lo tomó en sentido amplio, y si bien ideológicamente está de puta madre, cuando nos adentramos en las cosas prácticas, le trajo algunos desentendidos. No por esto dejó de ser tan feliz como lo es, hay que aclararlo.
Todo esto sería una tontería sino fuera porque un día me dejó plantado en plena mudanza porque le apetecía, o que le llevó un par de días tarde a Carlos los libros indispensables para su examen (el tiempo justo para comprobar que ya lo había hecho fatal). Claro, no se le puede exigir algo que lo hace de favor. Rebeca es tan buena y simpática, que se lo perdonamos todo. Al fin y al cabo, es nuestra amiga, y un error lo tiene cualquiera. Además, cuando me enojo, o se enoja Carlos, ella, u otro, se encargan de mostrarnos nuestros propios fallos, y nos sentimos idiotas. Tal vez se trate sólo de una forma de egoísmo que no sabemos comprender, o es que estemos (esté) tan equivocados, y que ella tenga razón. O es su carácter, con lo cual ya no se puede hacer nada.
No hay problema. Yo le seguiré haciendo favores, correré a buscar eso que le falte, intentaré contentarla con las cosas que ella haga. Y lo mismo con Carlos y los demás. También es cuestión de carácter.
Ah, Rebeca se quiere apuntar a un viaje solidario a Guatemala. ¿Con eso bastará para tener la conciencia tranquila y seguir con el “vivir y dejar vivir”?
5
Antes, la realización de una vida se conseguía por medio de grandes actos, grandes pensamientos, o grandes fracasos (¿por qué no?). Hoy en día, esta- mos convencidos de que seremos felices logrando esa consecución cotidiana que nos redima de un día, o una vida, que no va a ningún lado. Realzamos el placer de un instante, tal vez un momento, y nos quedamos tranquilos.
¿Cuál es la mejor forma de vivir? Un interrogante difícil, y determinado por cada época. Yo, por ejemplo, me alegro de vivir una tarde sentado en una terraza viendo el ocaso, o intuyo una brisa en un poema. Pero luego me atrapa la zozobra de no saber para dónde estoy caminando, ni siquiera el por qué. Y en los ratos de lucidez pienso que a través de esas pequeñas acciones llegaré al objetivo final de mi propia vida. Es demasiado trascen- dental, lo sé, pero a algo hay que aferrarse. Me lleva a pensar en todos aquellos que quieren llegar a su destino sin caminar el largo trecho que les queda, como si tuvieran pereza, o la sensación de que sólo sabiéndolo ya es suficiente. Lo contrario sería entrar en interminables batallas contra uno mismo que no nos llevan a ningún lado.
¿Existe entonces una forma de la felicidad? Tal vez sea esa mentira piadosa sobre la cual nos creamos nuestro pequeño mundo, nuestro castillo encantado.
6
Bueno, siempre soñé con ser escritor, y lo que me hubiese gustado es tener un despacho con una gran biblioteca al fondo. Mesa de roble, sillón mullido, y un cierto desorden adrede, como quien no quiere la cosa. Como colofón, un gato que se paseara como el dueño del lugar. Y pasar las horas meditando aquella gran novela por escribir. Qué vida. Por las mañanas, me traerían el chocolate caliente en un gran tazón, para tener fuerzas durante el duro trabajo de hacer feliz a los demás. La barba a medio crecer, aunque sea sólo para hacer juego con la pipa (con el humo de la pipa).
Nunca le pedí demasiado a la vida. Mi fracaso es no haber conseguido este sueño que me persigue. A veces creo que es inútil, que los deseos son películas sin hacer, novelas inconclusas, y que las utopías de juventud quedan en esa zona de nuestras vidas en las que olvidamos entrar con asiduidad para ver a lo que hemos llegado. A dónde hemos llegado.
Además, nunca pedí la fama. Con un pequeño reconocimiento del mundo literario me hubiera bastado para trabajar con tranquilidad. Ya he dicho que era un sueño de mis años adolescentes. Con esos poemitas que leía a las chicas que terminaban aburriéndose de mí. Si hasta la profesora de lengua de tercero me miró con cara de sorpresa y sarcasmo cuando le comenté con pudor mis planes de vida. Ni siquiera ella creía en lo que enseñaba. Ese fue el principio del fin. Ahora me queda la vaguedad de un despacho soñado y un gato que cuide los tesoros que no escribiré.
Hace un par de días, Javier, mi hijo, me confesó su amor por las artes. Me dijo: papá, quiero ser poeta. “Te lo prohíbo. ¿Me escuchás? Buscate algo con salida. Pensá un poco”. Esa fue mi respuesta. Estoy acabado.
7
A la hermana de mi amigo Rubén se le ocurrió un día que quería ser can- tante de un grupo de rock. Así que dejó de lado la falda plisada del colegio (tenía dieciséis años) y se calzó los jeans elásticos y la camiseta con el es- tampado de “Metállica” de Rubén. María Ángeles, que es como se llama la hermana de Rubén, no tenía ni puta idea de cantar, pero logró rodearse de un grupito que no lo hacían nada mal.
Los primeros días de resaca de calimocho los superó gracias a la utilización de los métodos aprendidos en la terapia que le pagaban los padres, y que consistía en mirarse al espejo y decir: estoy genial, soy la mejor. La idea de una vida marginal y rebelde la seducía tanto, que aceptaba cualquier cosa con la naturalidad de su ingenuidad. Probó de todo, hasta los insultos a los padres, porque hay que mantener la imagen. Una vez, estuvo quince días sin bañarse, sólo para que su cabello antes liso y sedoso, adquiriera la textura deseada.
Todo esto a Rubén le asustaba un poco. A él, el rock le parecía muy bien, y era la música que más escuchaba, pero que su hermana tuviera esos hábitos tan de otras épocas ya era algo que no podía admitir. Intenté convencerle que a la pobre María Ángeles eso era lo que la hacía feliz, y él no era quien para ir a decirle lo que debía o no hacer. “Es que es mi hermana”, me replicaba con cara de castrador compungido.
Un día, María Ángeles rompió todos los discos de rock duro, y se alistó al club de fans de las Spice Girls o de los Back Street Boys (qué más da). Rubén sufría ahora al ver tan despechugada a su hermanita, y me decía que la prefería sucia y rockera. Entonces comprendí que mi amigo Rubén tenía una faceta incestuosa, o que era un idiota.
8
Una noche en que festejábamos algo (no recuerdo qué), encontramos con unos amigos un montón de juguetes y de objetos, entre ellos un diario. Así supimos, o imaginamos, que todo aquello perteneció a una niña, y nos estremecimos. El diario llevaba la fecha de ese mismo año. Pienso ahora si esa niña ha sido objeto de un simple error (tirar a la basura su diario junto a juguetes viejos) o de una calamidad. Pienso que esa niña, o tal vez todos los niños, nos enseñan tantas cosas desde su ingenuidad, que es para asustarse (de nosotros).
“Jueves 15 de junio de 1995.
Hoy ha sido el mejor día para mí: he celebrado mi cumpleaños. Aunque no lo sea aún. Hemos ido al Mc Donald’s con mis mejores amigas: la Judith, La Rosa, la Marta, las dos Sandras, la Beti, las Griño, y las González, la Lorena y por último la Patricia.
Ha sido muy divertido y lo mejor es que dentro de dos días tengo otro cum- pleaños. La única cosa fastidiosa es que me hicieron una trampa.”
“20-10-95 Ya que hace meses que no escribo, escribiré desde hoy. Hoy ha sido un día como los demás en el colegio.
Pero estoy un poco triste porque hace dos días una profesora me quitó la cosa que más quería en el mundo: mi pingüi. Dice que no sabe si me lo de- volverá o no. Pero por otra parte estoy feliz ya que mi coche teledirigido de 9 años ya funciona como siempre aunque no tenga mando.
En el cole hay una niña que primero se le murió el padre y ahora la madre está en el hospital.”
“21-10-95
Hoy estoy algo confundida, no estamos ni en noviembre y ya ponen las luces de navidad.
He arreglado mi coche teledirigido, ahora se le encienden las luces.
El lunes me quitarán mi tele que es muy grande. Traerán otra. Yo no quiero porque me la quiero mucho, pero no se puede pedir todo en la vida.”
“15-10-96
Le podría decir que hace 1 año que no escribo. No tengo tiempo.
Hace algunos días nos cambiamos todos de cole. Al principio me costó acostumbrarme, pero ahora más o menos ya ha pasado. Ahora cada tarde nos tenemos que quedar solos porque mi madre se queda más tarde al trabajo.
Hoy todo ha ido bien. Por cierto, hay un niño en el cole que me gusta. Se llama Xabi. Aunque no sea la única a quien le guste ese niño.
De momento me gusta tal como van las cosas.
Hay una cosa que no entiendo. Hace un año me quitaron a mi hermana y pusieron otra tele en lugar de ella. Ahora mi hermana gemela está en casa de mis abuelos y soy la que me la conozco mejor. Será de familia.”
9
Hay que decirlo: hay gente masoquista. Sí, les gusta sufrir. Les encanta que las cosas salgan mal, especialmente a ellos. Los más conocidos son por supuesto los masocas sexuales, esos a quienes les da morbo que les peguen y lastimen. Pero también los hay de otras clases. Por ejemplo los políticos, a los que les va eso de ser calumniados y castigados de todas las formas posibles, y con merecimiento. Una vez me dijeron que no podían ser masoquistas porque esos listillos se forran a costa nuestra. Mi respuesta es que las consecuencias no son parte de la descripción del comportamiento.
Otros masoquistas son esos que se buscan trabajos donde puedan ser vilipendiados a placer por un jefe déspota e hijoputa. Y cobrar poco. También les gusta ser despedidos y así quedar sin trabajo y desguarecidos ante la vida. Ello lleva al castigo familiar por perder el sobrevalorado puesto de trabajo. Y así continuamos.
Los masocas rebeldes, por ejemplo, son esos que se quejan y parecen que van a explotar y mandarnos a tomar por culo, pero siempre se lo guardan. Esta relación se da bastante entre amigos, y en muchas parejas. No sé por qué, pero es así.
Podría hacer una lista infinita, pero sería aburrido. Qué sé yo, están los que gozan haciéndose llagas después de estar cinco horas comiendo pipas, los que se agarran los dedos en las puertas, los que comen porquerías (¿eso es masoquismo?), los que sueñan que los violen, y un largo etcétera.
Hay que entender que ésta es una conducta que busca la felicidad para quien la practica, y que es tan humana y normal como besarse y acariciarse. Quien lo consiga, bienaventurado sea.
10
Hay personas a las que la felicidad rehuye de manera continua. Son los desdichados. Como si lo suyo fuera mirar desde fuera, cualquier acción placentera, o recompensa a un esfuerzo, o una estabilidad general, le pasa de lado. El infeliz sabe que su número no es el ganador, o que si lo es, ya vendrá aquel cuervo que se lo lleve todo. No le es suficiente con tener malas relaciones familiares y laborales, sino que además sólo da lástima a quien lo conoce, porque lleva el signo en la cara.
Pero la verdad es que todos podemos ser infelices, desdichados, o como quiera llamarse a este estado en la vida. Dicen que quien sale de la infelicidad es que nunca lo ha sido. Todos podemos serlo, pero tampoco es tan fácil. Hay que tener ciertas cualidades, o desarrollarlas. No es cosa de dos días el saber elegir siempre la opción mala, o pisar la mierda en la calle con la vista en otro lado. Que yo sepa, no hay ninguna academia de la infelicidad. Por lo menos ninguna que lo exprese abiertamente, porque es sabido que algunas instancias educativas parecen buscar solamente este estado.
No hay que olvidar a los relativistas, aquellos que dicen que la felicidad y la infelicidad son dos formas de un mismo estado. Como el ying y yang. Y puede que lo sea en algunos casos. Sin embargo, no se puede dejar de admitir que los desdichados, o los perdedores como gustan llamarse, son una clase de personas muy definidas. Ahí está mi amigo Ramón, un cero a la izquierda, un pobre hombre, en definitiva, un desdichado. Nada le sale bien. Una vez se casó, y no sólo se había olvidado de los anillos frente al cura, sino que esa misma noche la que fue su mujer le puso los cuernos con un camarero del hotel. Ahora es un pobre divorciado. Podría contar tantas cosas de Ramón, que sería una mala novela.