Frío.
En un mundo dominado por verdades mutantes. Es un mundo de emociones dirigidas.
Caminamos por la calle como si fueran borrándonos las aristas, esas imperfecciones molestas que no sirven para ser feliz. Para ser.
Cada vez nos acercamos a esa perfección idiota. Económica, falta de humor porque viene de un lugar que no conocemos.
Para ser. Y todos, o casi todos, intentamos escapar, tener nuestro escondite donde soltar una frase inconexa, un sentimiento irascible, una acción hiriente, un espasmo real.
De esta cárcel que nos dicen que no se puede salir, pero la verdad es que no hay llaves en las puertas.
Salir.
Y respirar, aliviados.
Y olvidar un rato.
Entonces sí, volver.
—
Sueño.
Pienso en la oscuridad, o ese estado donde ya no sabemos, pero estamos lúcidos. Sólo sentimos las imágenes, las ideas que nos invaden y se aceleran hasta que decimos basta. Pero no paran, no somos capaces de detener un estado hipnótico, sórdido, solitario.
En el silencio de la noche pasan cosas. Imperceptibles, como un ruido lejano o una respiración del otro lado de la pared. También, dormir.
—
Camino.
Como si fuera tarde, con prisa. O tal vez para no ver lo que pasa a mi lado, no quedarme mirando algo, alguien, y que el mundo se pare. Entonces sigo, camino, los pasos una huella invisible en el asfalto. Y a veces miro lejos, buscando esa línea que me lleva pero no está. Se perdió.
Caminar como si no viera nada. Pero una silueta me hace cambiar de acera. O elegir el trayecto más largo porque me gusta más, me da tranquilidad.
Voy buscando hacer el mismo camino, cada día, sin lograrlo.
—
Orilla
Habitamos la orilla, un lugar donde los límites se difuminan, donde es difícil saber de qué lado estás. Y el peligro, pasar al otro lado. Es como perderme. Te vas, y todo depende de cuándo aterrizamos. Pero me perturba el vacío.
La orilla es el límite que nos ponemos, o el que nos encontramos, es el lugar indefinido. Y los miedos. A veces las certezas.
31-12-2017