– ¿Cómo te llamás?
– Josefina.
– ¿Qué querés hacer?
– Vamos a caminar.
Miro al espejo y encuentro un vacío que tiene nombre: Josefina. Despierto de la incógnita y trato de nombrar: no puedo. Adivino unos pasos y al girar no espero nada. Porque está allí. Porque se encuentra detrás mío hace ya tiempo. Porque no descansa.
Ella es una mujer, una niña delatada por sus pies porque anda descalza. Ella se llama Josefina y a veces también es una abuela. Cuenta historias. Es fácil encontrarla y sumergirse en un mundo nuevo, habitado por fantasmas del futuro. Vamos caminando. La mirada que se recorta en un horizonte capaz de tocarlo, un poco tranquila y también un poco nerviosa. No es simple acostumbrarse a ella. Después la convivencia es más pacífica, menos dura. Ya no duelen tanto ciertas cosas. La gente se acostumbra. Un día me dijo: no hay edad. Un día se vio una arruga y no lloró, pero se le veía en la cara la impaciencia, como si se le hubiera esfumado algo del tiempo de nuestra vida y no lo pudiera vivir. Una incógnita: la importancia que tiene su cuerpo a través de su vida (yo siempre la vi tan hermosa). Pienso en sus manos: un mundo inexplorado donde uno puede esconderse y sentirse protegido. Cuando ella tomaba algún objeto con sus manos, o tomaba mis manos, o mi cara, no necesitaba de las palabras; la comunicación existía en esa mudez táctil. Unos dedos finos y no muy largos. Una caída débil pero yo sabía fuerte. Ella me decía que las manos, como la cara de las personas, expresan desde su estado de ánimo hasta toda su personalidad. Cuando ella me tapaba los ojos con sus dedos yo la reconocía y ya podía sentir un abrazo dulce o un reproche nunca lo suficientemente agresivo porque a ella no le gustaba herir a nadie (es lo que yo sentía).
A decir verdad, sus manos armonizan con todo su cuerpo. ¿Cómo explicarme? Un pelo castaño oscuro que juega sobre el cuerpo, nada especial. La libertad lo reconfortaba y ella lo sabía (porque lo manejaba) Yo sentía vértigo cuando el viento lo acariciaba y parecía que lo llevaba. Ella lo recogía con sus manos y comenzaba la lucha entre éstas y el pelo que pugnaba por unirse al movimiento del aire. Y ese movimiento le daba vida. Y la vida era sinónimo de Josefina. Todavía lo es pese al desgaste de los años. Ella lucha por el movimiento, una independencia que la acompañó toda su vida y que es decisión (¿y yo?). Todo su cuerpo es movimiento.
Sus ojos me miran en todo momento. Ni verdes ni marrones, la claridad de la miel explotada por esa mirada penetrante, ingenua, segura. Fue lo primero que observé en ella cuando la conocí. O ella fijó su mirada en mi cara y me obligó a verla, como una escena que se repite continuamente. Darme vuelta y cruzarme con un rayo luminoso que me mantiene estático. Brusco. Fulgurante. Fulminante. Y se repite. Un encantamiento sensual, y una pregunta, unos pasos que avanzan hacia algún lugar, y el conocimiento, y la pasión. Vida.
Josefina habla con la mirada. A veces sus ojos delataban un sentimiento, o una palabra. Cuando lloraba sus ojos brillaban como pidiendo ayuda, como si traspasaran todo ese miedo que anda por ahí.
Yo la idealicé. Todo su cuerpo habla, mantiene un discurso con las cosas y las personas, y crea un espacio personal en el que es difícil entrar. Puede que yo hable en vano. Puede que su cuerpo me mienta. Es fascinante. Y sentir cómo las estructuras cobran movimiento, cómo la unidad se desgrana en miles de colores para llamar la luz.
Un día me contó la historia de un hombre que vivía alejado de las personas porque no tomaba agua, odiaba mojarse o bañarse. Lo llamaban «el seco» y atribuían su extraña cualidad a una especie de locura del mal humor. La gente temía acercársele por lo que decidió recluirse. Esto ocurrió en un pueblo de alguna provincia pobre, un pueblo por cierto bastante pequeño (cada vez que contaba la historia, Josefina ponía énfasis en aquello). La gente estuvo durante dos meses seguidos hablando de aquel hombre hasta que se olvidó. Algunos años más tarde (a veces eran cinco, otras siete) unos atrevidos jóvenes quisieron comprobar la leyenda de «el seco» y buscaron su refugio. Por supuesto lo encontraron muerto, tan seco que ni piel tenía.
Yo no sé qué había en esa historia que la motivaba a repetírmela tan seguido, y se enojaba si yo le pedía que no, hoy el cuento de «el seco» no, y ella me decía que no era un cuento, que la historia de «el seco» era verdad y que escuchara atentamente a ver si aprendía.
Cada vez que la relataba sus ojos se humedecían y se sentaba un rato haciendo largos espacios de silencio para tomar aire y pensar más detenidamente cuáles serían las palabras justas para esa ocasión, aunque fueran las mismas. Cuando terminaba el relato se incorporaba rápidamente y era difícil alcanzarla. Ahora, a veces se queda sentada un momento más, tal vez pensando o analizando la repetida y nueva historia de «el seco». Si yo le preguntaba por la moraleja, me miraba y se reía. Eso todavía me turba. Me gustaría tener una historia, contarla, y verla abrir sus ojos esperando las palabras como si fueran grabadores, esperando los gestos atentos a las manos.
Josefina. Un nombre puede no decir nada o estar cargado de emotividad. Ese nunca aceptar sobrenombres me preocupaba. ¿Por qué tendemos a esos apodos dulces, cariñosos? A Josefina le bastaba su nombre y eso la hacía más valiosa, me hacía pensar cosas como que no podía llamarse de otra manera. Algo de destino. Algo de obviedad. Me gustaba repetirlo hasta el cansancio, hasta perder el sentido. Y ella se enojaba (entonces lo hacía en voz baja).
Yo podía estar horas observándola. Me gustaba verla caminar. Salía por las mañanas, descalza, y no paraba ni para comer o descansar un rato, como yo se lo pedía las primeras veces. Me acostumbré. La seguía atentamente a unos pasos de distancia, para poder apreciarla en su plenitud, como un pie era seguido de otro, y así sucesivamente, incansable. Un andar regular que me asombraba.
Cuando no estaba inmersa en sus pensamientos me hablaba. Me contaba historias. No me importaba si eran o no inventadas. Lo importante era seguir el ritmo que imponía su presencia, algo que vagaba por el aire. Y me obligaba a seguir.
La incansable Josefina me seguía de una manera constante. Era raro sentirse perseguido cuando yo era el que me encontraba siempre detrás de ella. Su mente iba detrás mío no por alguna cuestión inteligible, ella me seguía con el pensamiento y eso me asombraba al principio por no saberlo, y cuando me di cuenta (ella nunca me hubiera dicho) traté de deducir o descubrir qué quería decir aquello que le pasaba a ella o a mí. Nuestro sentimiento se fue creando con el paso del tiempo, a cada paso sentirse más cerca. Tal vez por eso me perseguía. Tendría que ver con el sentimiento, como una búsqueda. Yo sé que ella buscaba; sus largas caminatas hacían intuir que había algo en ella que la llevaba a ir… Josefina a cada bocanada de aire, un aroma que se podía sentir a lo lejos, aún antes de verla. Ahora ya lo tengo interiorizado, ya es parte de mí. Sería difícil definir su olor: una piel suave pero dura, una presencia que se me hacía notar. No sé por qué su voz nunca me llegó tanto como su actitud corporal, sus olores, sus colores, sus pisadas, su sonrisa, y todo lo diabólicamente hermoso que llevaba adentro. Josefina.
Su entidad diabólica siempre estuvo presente. Ruego que no me escuches en este momento, porque parecería que toda mi admiración se esfumara cada vez que hablo de este tema. En toda relación entre dos personas hay algo de, digamos, impiedad. El sufrimiento detectado justo ahí donde se ve una sonrisa sádica. Nos arrastramos, nos dejamos humillar, sentimos que no somos parte de nosotros mismos, pensamos que nunca más dejaremos que ciertas cosas sucedan.
Además del sufrimiento y el goce, pienso que ese puede ser el momento en que somos más y más nosotros en nuestra plenitud, donde el poder se manifiesta sin encubrimientos, donde la conciencia deja por un instante el paso a eso que podemos llamar impulsos plenos, para luego dejarnos llorando y babeando una situación que no podemos controlar. Y las imágenes que se repiten creando un abismo, eso que siente el cuerpo de tanto en tanto luego de ser atravesado por algo (esta palabra ambigua me permite esconder los hechos, no definirlos) punzante y breve, o continuamente perverso. La relación con las cosas (las personas se objetivizan cuando me permito parar y pensarlas) se transforma en una gravedad apacible cuando no se está golpeado. Un rumor de pensamientos que ruedan por los aires, mente en mente, como una leve generalización, nos ayuda a no creernos locos, a perturbarnos menos con nuestras anormalidades (si es que existe eso que llamamos normal, unos cuantos números en una computadora que suma y lo divide por la cantidad, creando una curva que asciende y queda suspendida por un momento ahí donde se da la mediocridad, no peyorativamente). Como si no estuviéramos todos en la media, encubiertos, insatisfechos, empujados por la masa, un río de abstracciones sin final, invocando siempre a los mismos dioses, creando razones que nos permitan aceptar, ante el continuo parloteo, la realidad (la realidad se me presenta como ir caminando por una calle y chocar contra el poste que le da sostén a la luz). La sangre busca la realidad.
Como si nuestra vida no fuera crear espacios constantemente, desvirgando el tiempo y lo no creado. La historia se formó (el mundo, el universo) como un contínuo crear espacios, transformarlos. Y los hombres (femeninamente genérico) lo mediatizamos con el poder. Y lo expresamos con un insulto. Entonces se inventó el cuento. Una serie de hechos narrados o descritos con aparente minuciosidad o desgana que nos obligaba a reflexionar sobre lo que no quisiéramos. A veces nos dábamos el gusto (o el lujo) de entenderlos (…)
Nos trituramos el cerebro tratando de abordar lo que escapa a nosotros: nosotros. Una inquietud que me aterraba era pensar en lo que los otros podían pensar de mí (una mirada de Josefina era un pensamiento o más). No podía mantenerme en una opinión media, yo siempre era el más estúpido o el más perfecto. La medida de mi yo no me es tangible, desaparece con las ilusiones. Como el amor en tiempos de soledad. Va creciendo el vacío y la desesperación como medio de acceder por lo menos a algo que lo suplante.
Yo la veo a Josefina como parte mía. O soy yo el que forma parte de ella. Algo que se agranda en mí, como abriéndome, encontrando los espacios buscados pero para adentro. Ella adentro mío, o escapándose. Caminando. Volviendo la vista atrás (pocas veces lo hacía) y llamándome. Retrocediendo esa mirada hasta más allá, un infinito impenetrable, no yo. Ella hace que todo el caos que llevamos con nosotros y lo transmitimos sea menos doloroso. Tal vez por eso le gusta andar. Sus dedos que se mueven al ritmo de los pasos. Las manos no pueden dejar de llevar esos dedos y los acompañan hasta graciosas. Las manos. Hay un dolor intenso en la expresión de sus manos, acostumbradas a consolar, una caricia que tranquiliza y duerme. pero son hermosas.
Josefina de mañana. Josefina de tarde. Josefina de noche. Como si el día estuviera de acuerdo para compartirlo con sus expresiones, con la manera en que se le iba arrugando la ropa. O los días en que podía verla arreglada (cuando me dejaba verla vestirse para ir a una fiesta) y no podía controlar una lagrimita de puro estúpido, y ella se paseaba ante mí como una reina (sí, en mis buenos días se me ocurría pensar que era mi reina, pero nunca me animaba a decírselo porque seguro ella se enojaría). El día que se vio esa primera arruga estaba preparada para una ocasión especial y no pude convencerla de que sonriera, por lo menos una vez, y me hizo sentir a mí como un anciano que trata de convencer(se) de que la vida es una gran ilusión de la que todos salimos ganando, por lo menos un lugar en el más allá. Pero esa arruga, esa marca con la que nos tenemos que encontrar todos los días en el espejo, que nos machaca, y nos hace acordar que lo que está en el aire se oxida. Nos volvemos grises. Josefina ese día debió verse gris. Atraparla en esos momentos es difícil. Creo que se los guarda y no los muestra. No sé si ella se da cuenta. Una vez se le escapó.
La sensación de no poder ser libre es más fuerte que el pensamiento. Un hilo fino que nos une, aunque estemos lejos, un no poder deshacerse, una fuerza que mantiene vigente la vitalidad. Así recuerdo esos días en que me resistía a la involuntaria fuerza (siempre la fuerza, la tensión) de atracción que emanaba Josefina. Uno con el tiempo deja de luchar y se vence por ciertos impulsos. La atracción me hacía seguirla (ahora la miro escondido, que no me descubra) y como no conseguía comprender por qué, me sentía bastante estúpido. Y ella seguía caminando. Seguro que lo disfrutaba. Yo y su espalda, su cabello, su culo. Ella y yo. Sentía Josefina cómo pasaban los días. Su sensación era fuerte, tanto que se metía y luchaba con la mía. Ya estoy acostumbrado. Ya puedo pensar qué es lo que ella siente, sus calores y tibiezas. El tiempo. Así, con esa rapidez con que se mueve, se escapa, pies ligeros. Y otra vez seguirla, atrás de ella con mi mirada estrujando su espalda, viéndola un poco rígida (parecía calma); su pelo suelto se reía de mis ojos, los mareaba un rato sin quedarse quieto; su culo me intranquilizaba. No me calentaba, sólo me dejaba esa inquietud, sería la forma en que se movía al ritmo de las piernas, el cuerpo (¿he podido descubrirlo?). Todavía me inquieta.
No sé a dónde me llevaba, no podía dejar de verla de ese modo, y me sigue confundiendo. Ella alcanzaba un grado de perfección que me iluminaba, estaba ciego. Soy un ciego.
Josefina podía mostrar su cuerpo como quería. Su exhuberancia la ayudaba. A su paso algunos se paraban y la miraban (¿yo?). Si con cada parte del cuerpo podía transmitir algo, darle vida a un sentido, algo así como quedarse mudo. Todo su cuerpo era un complejo comunicativo, emitía sensaciones a cada paso (un olor a piel fuertemente penetrante es algo de lo que no se puede escapar, la presencia de ese cuerpo que aparece perfumado con su yo, y no repara en que después, agitándose, excitándose, ya será irresistible) y también hacía seguirla, a veces encontrarla.
La luz quedaba encendida en señal de desaprobación. Yo la entendía, le entendía el lenguaje no hablado que usaba, especialmente si estaba enojada, porque le molestaba decir nada. Sino, se ponía a hablar sola, se contaba cuentos y yo me quedaba detrás de la puerta escuchando, en silencio. Esto también era lenguaje no hablado. Josefina y su soliloquio se internaban en un mundo aparte, desunido, desgajado de lo que podría llamar realidad. Y yo la escuchaba y me fascinaba, y los sentimientos se me mezclaban. Era miedo, odio, amor, compasión, ternura. Ella y sus cuentos eran alucinantes. Historias que no podría definir; cortadas, terminadas, unidas a otras historias que a su vez se unían a otras historias. O me volvía a contar el cuento de «el seco», y podía ocurrir en La Pampa, Salta o en Santa Cruz. O en la India, el Sahara o Groenlandia. Paisajes agrestes, maliciosamente feos o encantados, el hombre renunciaba a la humedad. Su huelga de sed contaminaba a los habitantes de aquel pueblo, o villa, o lo que sea, y los obligaba a sentirse traicioneros, bebiendo el líquido-elemento que «el seco» desdeñaba.
«El seco» revivía en la memoria de esa gente con ese miedo que lleva al olvido, un remedio siempre eficiente hasta que alguien se digna recordarlo, reconstruirlo, revivirlo. Ya es leyenda. Tal vez Josefina piensa que yo olvido, repitiendo el cuento-historia. Cuando escucharlo se vuelve fastidioso, me hago el que no oye, mirando para todos lados, o repitiendo palabra por palabra lo que ella dice. Josefina nunca se inmutó, alguien la escuchaba. También hablaba a solas. Recitaba sus palabras, que armaban un discurso lejano, cercano. Parecía que se le secaba la boca y su pronunciación se hacía dificultosa, pero seguía hablando. Sufría. No podía ver ese espectáculo y me iba, o me quedaba y mi pecho se aprisionaba y sentía mi boca reseca, mis labios inarticulados, todo su ser invadiéndome.
Ella revuelve mis entrañas. Ella me arranca y los sentimientos cambian de lugar, se ubican a su gusto y la persigo. Ella tiene esa mirada posesiva que adelanta los pasos y adivina mi camino y me domina. Ella me lleva a la cama, me hace el amor, y yo le devuelvo una pasión (?), la locura desatada que lleva al sexo a ser llamado amor. Tratar de descubrir el placer de su perversión o ponerle palabras, llenarla de entendimiento vano. Josefina desnuda en la cama acariciándose. La sensualidad en el roce de sus piernas. Siempre me parece que la espío. Ella sabe. Inmediatamente me llega su olor y parece que la densidad del ambiente aumenta.
Juego humano, juego de manos, de falos. Por un momento, un rato, largo rato, despojados de los ropajes de la sociedad (nuestro ritual igualmente pertenece al sistema), nos aferramos a eso que llaman amor. El juego del amor. Empieza una mano reconociendo un brazo, palpando los inicios de la aceptación. Me contesta un beso en mi mano, aprobatorio, desaprobatorio. Me olvido de las luces (¿Josefina también?). ¿Dónde está esa cama, o un sillón, o el piso? Mis manos y sus tetas, sus pezones duros, esperándome. Ahora sé que me espera. ¿Se excita? Sí, aunque siempre el temor, no sé qué le produce, que está pasando ahí adentro. Josefina expresión. Josefina sexo. Su ropa comienza a desprenderse. Ella me acaricia. Sus manos y mis piernas. Sus manos y mi pecho. Sus manos me endurecen, me encolerizan. Ahora me agarra el culo y me acerca. Es su piel. Ya no hablamos. Siento sus flujos. No hay sorpresa en el ritual, pero es espontáneo. Mi boca pasea todo su cuerpo y vamos quedando atrapados. Ya comienza a dominarme (o desde antes, o desde siempre). Ella se abre. No sé si Josefina se entrega, se abre y me sostiene. Ella entra en mí y me dejo. Se da vuelta, se arrodilla, se levanta y me espera. Así disfruta más. La toco suave y se excita más. Me obliga a entrar. Un grito y el placer. No, no, ahí, y lleva mi mano. Y mi mano y su clítoris. Ahora sí. Desenfreno. Josefina babea. Se da vuelta y sus garras me mueven violentamente, sus piernas se entrelazan. Ya se siente olor a transpiración. La suya y la mía. El juego sigue, un grito prolongado (a veces logramos llegar los dos juntos) y la calma. Estirados, juntos, machacados, agotados. No terminó, una mano perdida me encuentra, más grosera, más áspera después de la lucha. Puede empezar de nuevo. Todo resbala entre nosotros, nuestra saliva-flujo-semen. El olor ya es irresistible. su lengua ya me saborea y me retuerzo (o ella). No se distingue el placer del dolor. Sus manos penetrándome. Después podremos contar las marcas, ver los magullones de las caídas. Otra vez y otra vez, la cuenta se pierde con el sueño o el cansancio. Josefina no se cansa. Su excitación crece a medida de que se despeina.
Dónde encontrar las imágenes del recuerdo. Ver pasar a Josefina, cuadros estáticos que indican un momento, algún algo en donde ella pudo estar. Es vertiginoso el ver pasar. Las caras se van sucediendo y son inocencia, desazón, perversidad, felicidad, tristeza. Todos esos instantes en que se puede captar a una persona (Josefina) en el acto de vivir. Y revivir los hechos: una cama, el pasillo, un cine, una calle, la cocina, el baño, el camino. Vuelve el largo recorrido, los pasos insistentes y la mirada fija en un punto, algún punto que ella sabe perder. A ella le gusta revisar los cajones buscando papeles perdidos, fechas olvidadas y pequeñeces de esas que hacen lagrimear. Esos ratos, aunque sus manos se ocupan de revolver una memoria material, son silenciosos, como si eso la ayudara a preparar sus cuentos. Desde el otro lado de la habitación se la ve de espaldas, encorvada, muy metida en los retazos de su vida, lo que el tiempo no alcanza a explicar. No se anima a levantar la vista (allá está el espejo), yo lo sé. Su mirada rodea el reflejo, puede ser cruel. En una fotografía se pueden sentir los cambios, pero la vista del espejo tiene ese algo real que lastima mucho más y devuelve al presente la mente perdida en los recuerdos. Josefina se queda noches enteras recordándose (¿en qué lugar de sus recuerdos me ubica?). No hay café, ni galletitas, ni cigarrillos. Toda la atención en hojitas que repiten pasiones y fechas, meses, años, y palabras que tal vez no volvió a escuchar. Por un momento, o toda la noches (cómo hará mañana para despertarse) el aire huele a dulzura, melancolía.
Un día la encontré sentada en el piso del living de su casa. Había corrido los muebles hacia las paredes, de tal manera que el espacio era mayor. Sentada en el piso con cara de amargura (¿alguna lágrima?). La visión era fílmica hasta llegar a su cara. Qué pasa. Ese día me di cuenta de lo mucho que le afectaban los golpes del mundo exterior. Yo la veía siempre pura (ésta es mi arbitrariedad con respecto a ella), no invadida por lo que a mí también me tocaba. Ese día la vi desnuda, su fortaleza la tapaba a medias y no se atrevía a hablar. En un caso así me la imaginaba caminando, los pasos llevándose por delante lo que le hacía mal. Esta vez Josefina fue sobrepasada por los hechos y estaba inmovilizada. Aproximarse a la muerte es algo peligroso, no se sabe si pasa al lado, enfrente de uno, o sólo viene a quitarnos a alguien. Josefina pensaba en su padre, en la enfermedad y en la muerte. Josefina no podía descargar todos esos malditos pensamientos que le retorcían el estómago. Por una vez no podía comprender un sufrimiento y la pérdida. Había acudido al abrigo de su departamento y el rapto de soledad duraba. ¿Se preguntaría ella si había sentido un dolor así, intenso, insoportable? Cuánto había de realidad, de confusión. Una enfermedad agotadora, interminable. Cuidados especiales para un viejo al que le dan poco tiempo. El amor que sobrepasa al cansancio y las lágrimas escondidas. La muerte que se aproxima lentamente, indicando su llegada. Josefina ya estaba preparada para ese día. Día de fin y comienzos. No verlo más. La pregunta era si podría superar la desaparición de su padre. Difícil respuesta. Ella lo podrá sobrellevar.
Tardé mucho en acercarme. Una mano en el hombro. No sé cómo lo vivió ella. No saber en qué momento hablar o hacer algo. Me volvió loco no decidirme, si la soledad es pedir o rechazar. Cuál es el tiempo de llorar a escondidas. Ella se encontró con una mano insegura pero cariñosa. El choque de los cuerpos la mueve a alejarse. El no atrapa su mirada, trasluce necesidad. La mesa, los libros, las sillas se transforman en testigos silenciosos de una escena que no se volverá a repetir: la mano en el hombro, un primer rechazo y su cara que me mira por primera vez. Los ojos secos de dolor se le llenan de lágrimas. Por qué mirarte, encontrar el mundo y tener que gritar. Esa mano encuentra otra mano y Josefina ya puede tirar su corazón destrozado en mi pecho. El llanto desesperado desespera al que llora el dolor del otro. Por un momento (¿cuánto?) vuelve a desaparecer todo y se trata de encontrar la piel y el calor. Josefina nunca había estado así. El descontrol me era agradable y me molestaba pensar que era agradable. Ella igual me tenía en sus brazos (y yo a ella). Por qué tardé tanto en abrazarla. Qué había de esa muerte en ella. Es tan difícil no llevar la carga de la desaparición, o pensarlo, o sentirlo. Revienta la finitud por objetiva, cagada en lo abstracto, haciéndonos frágiles, viviendo situaciones límites. Cómo saber cuándo entregarse al dolor, demostrar lo desconocido de uno. Aceptación.
Josefina estaba perdida repitiendo una canción una y mil veces. No se entendía bien, decía algo como «…se me olvidó que te olvidé/ a mí que nada se me olvida…», y así seguía mirando al vacío o para adentro (¿sintiendo?). La monotonía de sus palabras estaban cargadas de frustración y la pregunta era qué se reprochaba, a ella o a su padre, o a un destino. Yo imaginaba que trataba de agarrar el tiempo y el espacio, darlo vuelta, vigilarlo, inmovilizarlo para que no lastime más. Yo no sabía cómo entrar en su tiempo y hacerlo avanzar. No buscar el olvido, pero algo de distracción (o compasión) haría que sus ojos brillen, que piense que todavía está acá. Estamos acá. Josefina tarareando aquella canción. Lamentos. La música no es fúnebre, pero no hallo sentido en la contradicción. Su obra, ella misma, aparece acurrucada como hace mucho, como una nena. Pero ella es dueña de mí.
La tranquilidad de sentirse aceptada la hacía mirar siempre más allá. Era rara, ya que ella no hablaba mucho, se relacionaba con las personas sólo en ocasiones especiales. A veces parecía que su mudez le alcanzaba, todos la aceptaban. Era muy extraño ir con ella a una reunión, sentir que la mirada pasa de costado, que descansa en una Josefina impasible. Hay gente que se siente importante en ese lugar. A mí no me pasaba. Al conocerla aprendí a escuchar sus silencios e incorporar sus palabras. Siempre estaba contando, a mí o a ella, sus relatos la llevaban por el recorrido de sus palabras. Cuando pienso en las reuniones, donde ella no habla, se me ocurre que a mí tampoco me dice nada. Creo que charla con ella misma, parece un circuito cerrado de comunicación. Otras veces pronuncia mi nombre, o sus palabras son las que yo esperaba y tengo un instante de felicidad. O si vamos caminando y me dice mirá esos pájaros, y yo miro, igual que los que se juntaban a no beber con «el seco», escondiéndose los días de lluvia. Siguiendo los pájaros encontraremos la casa de «el seco», que debe ser simple, tal la cualidad del asceta.
El camino de Josefina eran esas silenciosas palabras en público, o la fluidez de la soledad, o la parquedad de mi compañía. Hubo un día en que su andar era más pesado, y el camino parecía conocido. Ese día había un sitio de llegada. Josefina se apoyó en un árbol y (me) dijo con voz entrecortada algo de su padre, hace mucho tiempo, una lágrima, el descanso. Logré adivinarle una emoción, llevarla hasta el banquito de la plaza, probar una caricia negada. Y sin embargo, ella siempre estaba esperando un beso. Sus labios húmedos (¿cómo serían los labios de «el seco»?) tenían la tibieza del deseo, aunque su rostro sabía esconderlo. Me hubiera dejado más tranquilo el verla nerviosa. La gente no hacía sino sonreirle. En los buenos ratos le decía que debería haber sido política, ya que sacaba sonrisas a cualquiera, y me contó un cuento para niños: había un lobo en el bosque que siempre esperaba a que alguien pasara por el sendero para comérselo. Nadie pasaba. El lobo, hambriento, se comió las uñas, y no le alcanzó. Vio venir a lo lejos a una figura y se escondió detrás del árbol, afinando sus sucios colmillos con la piedra del afilador. Cuando ese alguien pasó, se lo comió. Qué buen gusto, nunca comí algo así. El cuento termina con el lobo panza arriba, haciendo la digestión, siendo comido por otro lobo, más chico y menos fuerte. Terminado el cuento Josefina aclaró: Caperucita no existe. Los lobos tampoco, pensaba yo. Nosotros tampoco. Ahora, caminando, no. En la cama nos sentimos más completos, ese estar el uno sobre el otro, complementándonos. A uno le sobra y al otro le falta. Josefina era una incógnita. Eso era lo que le gustaba a la gente. Quién es esa mujer provocativa que no aparece, sentada, cruzada de piernas, con un vaso en la mano, y transmitiendo una extrema simpleza. A veces no tomaba nada en toda la noche. No podía decirse que Josefina cambiaba de personalidad, o dejaba de ser ella misma en ciertas situaciones. Había algo de control en sus gestos (el miedo puede llevar a realizar actos inesperados, que transmiten seguridad). Un ser Josefina frente a los demás, como si ella creara su esencia, y dejara impregnado a quien la viera, o hablara, o tocara.
Josefina saltando, correteando por el campo, despreocupada, como todas las niñas. Ella tenía especial gusto por el campo. Se revolcaba por el pasto, sin importarle ensuciar la ropa porque era fin de semana, y los fines de semana iban al campo. Su cara, así la imagino, rebosante, los cachetes colorados y también la nariz, que podía parecer un poco grande a esa edad. Pequeña y frágil, como las niñas, disfrutando la ingenuidad, todavía sin esa mirada un poco… dura, fría, firme… No le veo mayor relación que la de pensar en que ella recuerda (un recuerdo de los sentimientos, muy interno) esos días de frescura cada vez que se va a caminar. Aparece el camino como algo total, como si toda su vida la hubiera pasado recordando-caminando. Sentir el aire golpeando la frente, el cabello atado atrás, como las niñas. Pero ella siempre fue muy callada. Tal vez hablaba con su padre, o corrían juntos, y reían, jugando. Risas de niñas no alteradas por los años. Risas compartidas en el juego de estar jugando. La imagen se aleja pero vuelve a aparecer. Josefina en medio del campo, se bajaba la bombacha y hacía pis, ante la mirada de un perro o unas hormigas. Qué importa. Es parte del juego. Hacer pasar el tiempo. De la misma manera que nos la pasamos pasando el tiempo gran parte de nuestras vidas, al final nos angustia que no se detenga y nos atraviese la vacuidad. Sentado. Pensando. Fumando. Tal vez recuerde una infancia o esté desaprovechando el tiempo. Aquel invento la goma de mascar. Las horas marcan la ineficacia de no poder tragar. No hay finalidad, nos quedamos con las ganas de tragar, Josefina. La niña busca una manzana pero no hay (¿había lágrimas en la niña?) y los árboles del campo no tenían manzanas. No hay manzanas y Josefina empieza a contar (¿será para pasar el tiempo?). Cuenta la historia de la Isla de las Manzanas, donde en las calles (en todas) había canastos con toda variedad de manzanas, cosa de elegir bien. Jugosas, exquisitas, las madres les daban a sus hijas todas las que quisieran, y así las dejaban contentas y con ganas de seguir corriendo por el campo… Lo insoportable del tiempo es el silencio (si el silencio representa una de las formas de comunicarse, las palabras instituyen el desorden, el infinito a partir del cual, en su variedad, la comunicación se hace imposible. Percibimos las tentativas de lograrlo, articulamos formas y más formas hasta que llega el punto donde no se puede parar, o se elige otra vez el silencio, como medio de nuestras imposibilidades). Lo vacío se hace eterno y por eso se le teme a la inmovilidad. Siempre hay que estar en movimiento diciendo algo, matando (que es hacerlo existir) el tiempo. La ley es entonces hablar, eternamente, para poder morir. Y si suena paradójico es porque es humano, y nos da la posibilidad de hacernos confundir, u olvidar. Pero siempre hablando (¿alguien me está escuchando?).
La posibilidad de verla (conocerla) era para mí una gran tentación. La espié. Nunca pensé que a ella le pudiera molestar. Yo siento que ella me espía en todo momento. Hay Josefina en las puertas, las cortinas, o las camas. O es que su olor se impregna y es su presencia, más abstracta, la que me domina. Cuando la siento así salgo desesperado a buscarla, y cuando estoy por llegar a ella (cuando la veo) me arrepiento de mi desesperación; encontrarme con su presencia me devuelve lo que no soy. La espié, y las horas eran Josefina, de noche o de día. La espiaba y no me daba cuenta de que podía estar violando su intimidad (porque ella violaba la mía). Hasta cuando caminaba me parecía que yo-ella espiaba. Tal vez por eso ella hablaba y contaba cuentos, para no sentirnos mal, o intimidados.
El día que vi su fragilidad me hizo pensar en lo defectuosa que era la visión que tenía de ella. Por qué negar el momento de estar o sentirnos solos en el mundo de la sociedad. Por qué su soledad era su fortaleza y la caída me sorprendió. Por qué ella no pudo mantener su firmeza, esa situación la sobrepasó. El quedarme mirándola, sin saber qué hacer ni decir me hizo sentir mal. El rechazo que ella tenía siempre a la ayuda me dejó sin acción, porque ella también me rechazaba. El pensar demasiado en qué hacer me contuvo la reacción espontánea ante las catástrofes. ¿Dónde está mi Josefina? Acurrucada en medio del living. Siendo su ella por una vez. Y no la reconocí. Un rato después apoyé mi mano en su hombro y me brindé. ¿Cómo lo tomó? Estuvo bastante tiempo cabizbaja, pensando o recordando, como imágenes de una vida que ya pasó. La impotencia suya era para lo que ya no estaba y no iba a volver. La mía estaba a mi lado y me era muy difícil llegar, aunque la toque. Las manos estaban frías y transpiradas, retorciendo las lágrimas. Las horas dejaron el cuerpo como enmohecido y costaba moverse. El silencio se percibía con nitidez, entonces el pensamiento retumbaba en nuestras cabezas y la habitación cobraba vida, porque estaba muerta y nos vigilaba, entregándonos al dominio de lo que no pasaba. Por una vez la tierra no se movía. Tuve ganas de reir, pero me contuve. Dejé caer una lágrima. Por ella. O por su imagen. Su sufrimiento había llenado el ambiente. El aire no podía contener la densidad de su presencia. El dolor la hacía vulnerable. ¿Dónde quedaron sus historias cuando se enfrentó a la desaparición física de su padre? ¿Se acordaba de su vida en ese momento? ¿O sólo pensaba en ese dolor, en su padre, en su sentimiento?
Yo la deseaba tanto porque no la poseía. No me alcanzaban las formas de que ella sea mía y aquello me mantuvo en ese grado de excitación por años. Insatisfacción que me llevaba a seguirla y tratar de apropiarme alguna vez de esa mirada, lo de adentro. Sentir que su cuerpo (su mente, su alma) se entrega, parecido a cuando estuvo desecha por una muerte, entregada a lo incierto por un rato (entregada a esa certeza). La furia de su sexo no es mía: es ella dominante colérica, agitándome, devolviéndome de esta manera mi deseo. Los dos tirados en la cama mirando el techo, silencio. El cuerpo caliente de Josefina me impregna, pero no es mía. Ella está tarareando aquella canción que no conozco. El vacío que me llena y me aleja. La luz ya lastima y me doy vuelta, escapando a los sentimientos.
El sentir que ella no se descubría ante mí me hace pensar cuánto hice para penetrar en ella, o por lo menos comprenderla. En un comienzo la seguía y me deslumbraba, entonces mis ganas de ser en ella, de poseerla, hacían que me perdiese en los intentos. Me consolaba tener tiempo y me conformaba su misterio. El paso del tiempo me volvió impaciente, o es el cansancio de los años, su impasividad, la que nos va devorando y nos desesperamos. Si el tiempo no se puede atrapar y Josefina tampoco, no soy. Este no-ser que me realizaba a medias era un límite (el pasado del relato me aleja, es esa afirmación de mi no-ser pasado; mejor sería pensarme en este presente, sigo siendo el mismo, no sé si conseguí ser en ella, me persigo, me persigue) que no me permitía avanzar.
Hubo un momento en que hasta pensé en abandonar la búsqueda de la Josefina que yo quería. Y eso significaba dejarla. Una decisión que me costaba tomar y sobre la que di muchas vueltas. Un día me fui. Ella me esperaba afuera, para seguirme, tal vez ver adonde iba, y especialmente para devolverme a nuestro lugar, aunque estemos perdidos, incomunicados. Josefina no se permitió vivir sin mí. Yo tampoco podía vivir sin ella. Llegar a comprender la necesidad llevó tiempo. El uno el otro con todas las falencias, alcanzando nuestra piel antes de que envejezca, tratando de sonreir las risas que quedan y poder acordarse después. Pero Josefina sólo pudo salir a buscarme esa vez, porque yo ya no me fui.
Es aquí donde comenzó la lucha. No me iba pero la buscaba con ese ímpetu de los que saben que no se pueden escapar. Ella se quedaba hasta tarde por las noches removiendo su pasado y yo detrás de la puerta, intentando aprehenderla, vigilando lo que está aquí pero no me pertenece. El pensamiento, no entender esa atracción tan intensa, me hacía caer profundamente y entregarme, con lo cual no cambiaba mucho la situación, puesto que era la continuación de lo mismo. Tuve que afrontar esta especie de destino: creer que Josefina ya estaba escrita en mí hace siglos, o que ella me escribió.
La vida con Josefina se cerraba para mí, mis pensamientos hacían que todo girara a su alrededor, como pasaba a veces cuando caminábamos, ciertos pájaros reconocían el placer de caminar (de ella) y acompañaban, siguiéndonos en círculos y sabiendo que ellos nos seguían. Para mí, Josefina veía que su vida se abría así y me espantaba que ella tuviera una noción tan diferente a la mía, como si eso pudiera quebrarnos. Tal vez es lo que nos sostiene. Con el tiempo me convencí de que ella es igual a mí, sus pensamientos tienen que tener los miedos e inseguridades que tienen los míos, pero su disfraz es eficaz. El no mostrar su debilidad la hacía fuerte ante mí. Y eso era mi angustia, lo que alimentaba mi deseo. Si una vez la vi sin su coraza no quiere decir que me haya mostrado su falla. Ella estaba ahí, tirada, y yo no sabía por donde acceder. Si gozaba con mi sexo era porque sabía que en ese momento no la podía vigilar. Tal vez esos recuerdos guardados con celosía significaban que podía desmoronarse. Yo podría algún día dejarla sin recuerdos, o no permitirle caminar. No me atreví y no me atrevo. Me imaginaba una Josefina sin pies para dar pasos, sin ojos para mirar y que reviva el pasado. Su mente hubiera logrado acceder a lo que no tenía, transformarlo de tal manera que suplante esa falta.
Muchas veces, después de no verla durante algunas horas, cuando estaba por llegar, me imaginaba encontrarla muerta. ¿Qué es lo que pasaría si Josefina se fuera de mi vida? El sentimiento era confuso, al final concluía que mi sufrimiento sería grande, y me veía diciéndole al cuerpo frío cosas que nunca dije, lamiéndome las lágrimas y deseando sus ojos abiertos y chispeantes, una voz un poco más dulce.
Pero por qué tenía que imaginarla muerta para decirle cuánto la quería. Es algo bastante morboso y masoquista. Un volver constante a las situaciones extremas, o la imposibilidad de cruzar barreras a partir de mí. El pedido de ayuda se realiza por la negativa: te pido, te imploro cuando ya no estás. O por qué no aceptar lo que somos y conocernos. Entrar en el estado de lo posible, el conocimiento y la relación sin dejar de ser nosotros. No sería algo irreal, buscar en lo que nos queda lo que nos hace vivir. Si Josefina no estuviera, así como ya no está su padre, estaría pensando y sufriendo otras cosas, la sobrevaloración, el sentimiento que no podría sostener. Un poema diría que la flor antes de morir cobra todo su esplendor, un mero juego de palabras. Nuestro valor lo ubicamos en la capacidad de recordar (o contar) y estatizar, mostrando la imposibilidad de movernos, hacer que la vida continúe en su movimiento. De esta forma queda el pasado intacto, limpio de cualquier acto-sentimiento-perversión. «El seco» sobrevivió a la memoria de esa gente hasta que alguien reflotó los huesos y mostró, sin querer, la propia imbecilidad, como un espejo.
II
– ¿Cómo te llamás?
– Josefina.
– ¿Qué querés hacer?
– Vamos a caminar.
Regresar fue para los dos el término de una incógnita: me intrigaba la cara, los gestos de Josefina entrando en casa luego de la huida. Porque ella se fue. El orgullo decía que no volvería. El sentimientos de que el poder descansaba en ella, en su mirada, en su cuerpo, me decía que no volvería. Pero al tiempo me vino la duda. ¿A dónde iría? Le gustaba caminar, ir más adelante que yo, pero la vuelta se repetía. Obviamente, el día en que se fue no me avisó, ni cuando regresó. Esto la ató a mí. No me sentí fuerte, sí más tranquilo. Ella encontraba su espacio en contacto con el mío. Y yo vivía a través de ella. Por eso cuando se fue la suplanté con palabras. Hablarme de ella llenaba a medias el vacío. Decidí escribirle. Mandé muchas cartas a perderse por los aires contándole mis cosas y sus cosas. Me atrevía a escribirle palabras bonitas (ese es el término) y llegué a sentir amor. Palabra prohibida cuando el olor a piel se hacía presente, el papel la tomaba con la tranquilidad de su mudez. No le pedí que volviera, sólo me despedía poniendo «hasta luego», abarcando la posibilidad de que yo siga escribiendo, el deseo de que vuelva, o si llegara a leerlas algún día, la tranquilidad de la fidelidad. Nunca las leyó. Creo que perderían la magia que logré darles, la presencia de la ausente, como un deseo de no verla. La podía recordar en todos sus gestos y emociones (las que podía captar). La podía ver en la cama haciéndome el amor (las cartas no tenían un vocabulario grosero, a veces las veía como algo santo).
El día que volvió dejé de escribir, la anulación fue tal que hasta sentí fastidio. Esa noche tuvimos una extraña pasión, quedándonos largo rato abrazados, tratando de sentir a través del cuerpo del otro los meses que le faltaba a nuestro contacto. Yo le preguntaba cosas sin importancia para acostumbrarme a su voz. Hasta le pedí un cuento, y ante la sorpresa, ella me contó el de «el seco». Casi una lágrima al oírla, al reconocer a este viejo amigo.
Los primeros días fueron algo difíciles, chocábamos por algún pasillo, mezcla de automatismo y sorpresa. La veía deambular reconociendo su ambiente. No me animé a preguntarle dónde había estado, era demasiado para mí. Yo anduve confuso también, aunque sin moverme de mi lugar. Extraña excitación de la mente que no recorría mi cuerpo. Fue esa vez, ella me tocó y no le respondí. Mi cuerpo fláccido, sin sexo. Esperé una reacción de ella, imaginándome su ser, darse vuelta y dormir como si nada hubiera pasado. Pensar en las cartas. Josefina aparecía como una creación mía, el invento de una mujer que no es la que no está. Esa Josefina inexistente que ahora extrañaba, que la buscaba en no sé dónde. Yo ya la había buscado, en su ausencia. Me fabriqué una suplente, del aire, de letras, invocando todo eso que me faltaba. Como una de esas veces que fuimos al cine a ver una película norteamericana y que al finalizar me quedé sentado en la butaca meditando, desilusionado por la extrema realidad (el deseo, el espacio imaginario) del film y la violencia que sufrí cuando las luces se encendieron y mi extraña figura seguía mirando la pantalla en su extrema blancura. Por supuesto que Josefina estuvo con los ojos bien abiertos todo el tiempo, observando tal vez la realización de alguna fantasía suya, algún cuento no contado. Para ella el viaje había sido corto. Las horas las vivía enteras y la película se las acortaba, demasiadas cosas pasaban en dos horas.
Querida Josefina:
me vas a perdonar que te escriba tan pronto. Si te molesta me lo podés decir y voy a esperar más, lo que pasa es que hace pocas horas que te fuiste y ya te extraño. me di cuenta de eso cuando agarré el libro de Kafka que vos siempre me decías que tenía que leer (¿El castillo?) y levanté la vista para preguntarte algo, y no estabas. Me entristecí. Tu viaje no va a ser largo, no? A veces me cuesta decirte ciertas cosas, no sé si por tu costumbre de no hablar. Quiero decirte que te amo, no te sorprendas. Mi amor por vos es puro. Es difícil explicarlo. Me doy cuenta ahora que no estás. Me pondría colorado si te estuviera hablando en este momento, ni te lo diría. cuando vuelvas las cosas podrán ser distintas, ya lo vas a ver. El otro día tuve un sueño en el que los dos caminábamos por una playa abrazados, felices, no hacía frío ni calor y vos me sonreías y me acariciabas la cara, suave. Estábamos muy relajados y yo te decía que te iba a cocinar los camarones como a vos te gustan y que de postre te iba a dar frutillas con crema, una por una, como a vos te gusta. Me mirabas y te reías, ahora con ganas. ¡Qué lindo! Estoy tan feliz de saber que sos mía, que puedo tocarte, sentirte. Creo que mejor me voy a dormir porque no puede ser que a las tres de la mañana siga sin acostarme. Antes voy a buscar una foto tuya para tenerte al lado mío. No es que no te tenga presente, pero me gusta verte, ver tu hermosura, pensar que me guiñás un ojo. No te molesto más con estas palabras de enamorado.
Tuyo
YO
Querida Josefina:
no quiero contar los días que te fuiste ni llorar la pena de que no estás. Mi sentimiento habla por sí mismo, aunque te llenaría de poemas si no fuera que no puedo probar dos versos porque no sé escribir. Te admiro porque sé que vos rimarías mi nombre con palabras bonitas y me llenarías de orgullo. Me siento un niño. Sí, no encuentro otra palabra para decirte que mi corazón late cuando pienso en vos, que mis ojos te buscan, mis manos te tocan. No hay otro pensamiento en mi cabeza que la idea de estar con vos. Soñarte. Estoy haciendo planes, imaginando la vida juntos, vos a mi lado y yo al lado tuyo. El otro día, cuando tocaron el timbre, salí corriendo a buscarte, y no eras vos. Gran desilusión. Ya veía tu cara, tu mirada dulce, tu sonrisa tierna. No te preocupes por las plantas, las voy a regar todos los días a las siete, como lo hacías vos. Les voy a contar cuentos. Estaba pensando (seguro que no van a ser tan buenos como los tuyos) en uno que decía así: es la historia de un hombre que vivía en un pueblo y que un día se le ocurrió que no quería tomar más agua, ni tocar líquido alguno. Le decían «el seco» y a la gente esto no le gustó mucho. Tuvo que irse a vivir al medio del campo, soportando la soledad. Pero había en el pueblo una mujer que se había enamorado de «el seco» y lo fue a buscar. pensaba que tal vez estaría muerto de sed, pero el miedo le impidió llevar algún líquido. Cuando llegó a la morada de «el seco» lo encontró meditando y leyendo un libro antiguo (¿La Biblia?). El hombre, lejos de enojarse por la visita, la invitó a pasar y se quedaron hablando mucho tiempo. No se sabe de qué hablaron, pero al otro día «el seco» volvió al pueblo y vivió con la mujer. Dicen que la curación la logró bebiendo las lágrimas de la dama, purificándose. Dicen que el hombre fue feliz, gracias a su fe. Dicen que luego los sabios iban a consultarle. Dicen que murió tomando un baño.
Espero que te guste el cuento que inventé para tus plantas. Me gustaría que me hagas alguna crítica, tal vez dije algo que las plantas no deberían saber. Yo les voy a dar todo el cariño que se merecen, como si fueran vos.
Nos vemos pronto, amor.
YO
Querida Josefina:
en la carta de ayer me olvidé de contarte algo muy cómico que me pasó. Resulta que me desperté de noche con sed y fui a la cocina a tomar agua. ¿Te acordás de la discusión que tuvimos acerca de dónde poner esa maceta tan grande y que al final muy enojada me dijiste que haga lo que quiera, pero que algún día me la iba a tragar? Bueno, esa noche me tropecé con el macetón, y entre el dolor del pie frío y desnudo golpeado me agarró un ataque de risa y nostalgia al acordarme de nuestra discusión y me decía: Josefina tenía razón, Josefina tenía razón. El pensar en vos me hizo dormir bien. Te extraño. Cuando me doy cuenta de que estoy solo te extraño. Pienso en cuando volverás para reir juntos y discutir de vez en cuando. Encontré ese vestido rojo que te queda tan bien. Hiciste mal en no llevártelo. Por ahí lo necesitás. No tenés más que decirme y te lo mando. No debe ser difícil enviar eso en encomienda. Además tengo un amigo que está en eso y lo puedo mandar por él. Pensalo. Lo mismo con tus zapatos, esos que tienen poco taco. aunque te gusta andar descalza por todos lados, te pueden servir. Ahora te dejo porque voy a comer.
Nos vemos pronto.
YO
Josefina:
¿Estás aquí? Te siento abriendo espacios en lugares desconocidos (para mí). El océano por donde transita tu cabeza (son tus pies desnudos los que caminan). Es desolado el paisaje. No estoy yo. Las puertas no hablan y me golpeo con ellas. El otro día me di contra la maceta. Ya te lo conté. Te riego las plantas todos los días, cuando no da el sol (también te lo conté). Hay algo que extraño y no sé qué es. Es un vacío Josefina, son espacios fantasmales. ¿Dónde está tu mar? Creo que de tanto mirar por esta ventana se me cansó la vista. Como vos vas delante mío no necesito ver más que tus pies. Y ahora te perdiste. Yo no sé mirar más allá. Espero. Esta carta no me gusta, es como si la estuvieras leyendo. En silencio. Mirándome. Odio el líquido, me paso horas sin beber. No puedo emularte. Mis cuentos no son los tuyos. Mi cara no es la tuya y no aguanto el espejo. Espejismo. Tengo la boca seca de pensar en vos. Mi sentimiento deshidratado. Encontré unos papeles (revolví apuntes) con poemas. Tal vez sean tuyos. Uno me quedó grabado. Dice algo así:»… sin luna, sin cielo/ las huellas quebradas/ mi corazón…/ el calor del agua/ las entrañas/ las…» No lo entiendo. Por qué no estás aquí para explicarme, para ayudarme. Me siento observado. Una palabra, algún llamado. Tu voz. No puedo seguir, me lastimo (vos).
Estoy acá.
YO
Ese día que estaba llorando, casi sin darme cuenta, el sentir que mi cara se desdibujaba porque estaba permitiendo sentir una lágrima, me di cuenta (además de la lágrima) de lo mucho que la quería. No fue el día que volvió, ni el otro. Había pasado un tiempo, fue un día que estaba solo (estaba ella detrás de mí) y entre unos papeles vi uno con una frese, tal vez de alguna canción, que me dejó paralizado. Decía simplemente: «Deseo que estuvieras aquí». Lo que me impresionó fue la crudeza con que esas palabras me hicieron verla. Josefina. Quedé largo rato mirando el papel, me acordé que a veces la veía a ella así, sentada en el escritorio, como pensando (la pregunta es obvia: ¿lloraba?). Sensación extraña, nueva, como de tiempo perdido, de viajes sin regreso, o de vueltas esperadas. Esos pies que caminaban, desnudos.
La sensación era de tormento, como una explosión dentro de mi cabeza sin saber para dónde agarrar. Tormento de amor, de espera, de intentos. El deseo de que ella estuviera siempre a mi lado. El nunca saber qué es lo que hay ahí adentro, esa cabeza gacha con los ojos fijos en papeles o fotos o lo que sea. Es posible que ella escriba, pero lo esconde bien. Parece una ficción. Mi vida. Ella me construye con sus silencios y sus posibles textos. Otra duda: ¿me escribe, o, aunque sea, escribe para mí? Saberlo sería tanto como sacarle unas palabras de más. Mi deseo fue siempre crearla, que ella me siga, que me hable. Pero sus pasos van adelante, buscando más. Su camino no tiene final y el mío sí: Josefina.
Quiero que esta noche no termine nunca. Quiero que esta noche no termine. Nunca. Quiero habitar las regiones del espacio (infinito) que te pertenecen. Quiero tentar tu voz el espacio. Quiero sentir que las idas no son idas. No quiero sentir. Estoy sentado y es de noche. La noche sería un momento especial para vivir ciertas cosas aunque las viviría de día. Tal vez sólo quiero caminar a tu lado, para poder nombrarte. O tocarte. A tu lado. El cuento me trae a la realidad. ¿Por qué el cuento? La ficción atrae. Te atrae. Si yo dijera Josefina en este instante, vendrían a mí un montón de sentimientos, pensamientos. Pero aparece «el seco» y se nombra, pareciera que escapa a tu voz. Tiene historia. Tiene lugares. Es reconocido por los que lo aman y lo odian. Su decisión tiene algo de auténtica. Josefina busca a «el seco» en los caminos porque él tiene capacidad de decisión. Tótem. Josefina me busca en los caminos pero yo voy detrás (me persigue). Sólo escucho sus palabras cuando el viento lo permite (escucho sus latidos).
Un día Josefina hizo algo que me inmovilizó un tiempo: trató de suicidarse. Es posible que lo haya pensado (o intentado) otras veces. Me dejó sin reacción, y por unos cuantos días. Por mi cabeza daba vueltas el por qué. Yo no podía hablarle (¿por qué). No se trataba de una farsa, o un llamado de atención. Así como podía irse unos meses sin avisar, no tenía intención ni de dejar una carta.. Lo iba a hacer y listo. Las casualidades que nos depara el tiempo (ese día llegué al departamento dos horas antes) hizo que entrara a la habitación cuando estaba preparando la dosis letal de morfina. En un impulso (no había tiempo para pensar) le arranqué la jeringa y tiré todo. Pero no le hablé, un dolor intenso subía por mi cuerpo. ¿Cuántas veces iba a intentar dejarme?
Tardé en tranquilizarme. El brusco choque que sentía en mi cabeza hacía un vacío incontenible. No sé si mi tiempo fue el de ella. La pregunta que se gestaba era cuánto mal podía haber en Josefina para no querer caminar. Impulso in-conciente. Su cara (ahora lo recuerdo, cada tanto veo en ella ciertos gestos conocidos, tétricos, a veces felices) tenía el frío de la muerte, no había movimientos en su boca. Los rasgos delatan el movimiento hacia la nada. Casi parecía que hubiera escrito un final: «el seco» murió, pero lo fueron a buscar. El lugar tenía nombre, o fue nombrado. El se llenaba con el elemento (el agua) para ser feliz: lo dejaba. Dicen que «el seco» fue feliz mientras vivió solo en su sequedad. Una vez volvió, tenía en su rostro esas marcas que deja la angustia (la vida). La soledad es un interrogante, para que exista tiene que estar el otro allá, marcando mi soledad. Como cuando camino detrás de Josefina. ¿Quién es el que marca la soledad? Cuando aparece esa tensión ella me cuenta un cuento (¿no lo soporta?). Mis intentos por hablarle son vanos: yo-ella y el signo de lo que no puede ser. Como en la cama, voy por detrás. Ella disfruta, sus gemidos son de placer (eso intuyo). ¿Es que encuentra placer en las idas? Desde que volvió hay más salvajismo en el juego sexual y el olor es más intenso. Flujos. El cuerpo se adhiere al otro cuerpo. Puede haber unión (poder).
Al fin habló. me persiguió por todos los lugares y mi atención era percibida. Corramos la maceta. Sólo esas palabras. Un pedido, una orden. Volver al orden (¿hubo alguna vez un orden entre nosotros? Nos movíamos a impulsos y todo quedaba allí). No se puede retroceder. Corrimos la maceta hacia donde mis piernas no llegaran, pero el soltar unas palabras no fue des-caminar algún camino. Josefina lo sabía. Lo sabe. Tentar las condiciones del pasado no da resultado. Esos papeles y objetos acumulados se transforman en estatuas y el tiempo corre. Josefina tratando de alcanzar al tiempo lo persigue (camina: una diferencia).
Ahora Josefina duerme. Yo la miro. Advierto cierta placidez en su gesto. Me gusta verla así. El sueño conciliador, el descanso. Por mucho tiempo me pareció que ella me vigilaba en sus sueños, que estaba atenta a cualquier movimiento, como esperando ponerse de pie. Me gusta besarla por las mañanas, acariciarla, cuando la conciencia del despertar todavía no nos inunda. Ella lo acepta con gusto y yo imagino que por su mente corre el campo y una niña siente el viento en la cara, lagrimeando. Cuando vuelvo a tocarla puedo sentirla cerca, viva. Puedo sentirme parte de ella (¿lograré alcanzarla?).
Acercarse un poco no es alcanzarla. Ella buscó la muerte. Tal vez su ida por los caminos fue también eso (la muerte). Ella busca encontrarse, busca negativamente el placer (o su conciencia, más allá del placer, sabe que será pasajero, que hay un final). Josefina volvió e intentó inyectarse. Rápido. Letal. Volvió a mí para matarse. O a la inversa: volvió a mí y se dio cuenta. Ahora duerme. Yo la acaricio (¿le hago mal?). Hay muchos interrogantes dando vueltas. Se repite la historia y estoy dentro de ella. Me doy cuenta de algo: yo la vigilo. Me vigilo al vigilarla. Nosotros vivimos de esa enfermedad. Josefina trató de dejarla. Ahora duerme y yo la acaricio. Si solamente la acariciara y dejara que mis ojos vagaran lentamente por su cuerpo. Si mis dedos fueran sólo dadores de energía y no receptores de mensajes cifrados. Nosotros nos necesitamos. Necesitamos de todo esto para no caer. Caminamos, sí, caminamos sobre nuestros restos. Yo atrás poniendo el peso de mi persona (mis sentimientos) y ella adelante, escapando, mostrando mi (su) levedad. Es un camino que no termina. ¿Pero por qué debería terminar? ¿Alguno debería buscar el fin? Josefina se acercó a la muerte y yo me asusté. Nada más que el retorno brusco a nuestro mecanismo. Corramos la maceta. Sólo esas palabras que podrían haber sido traeme un vaso de agua o te odio. O te amo.
Sueño por las noches que ella está sentada escribiendo en su escritorio y yo voy y le doy la vuelta, veo su cara, examino sus manos. Su cara. Un espacio en blanco. No puedo ni imaginarla. siempre de espaldas. Ese miedo a espiarla, a mirarla, es el miedo a violarla, a violar su espacio. Nunca podremos compartir nada. Ella allí. Yo acá escondido. Ella dormida. Yo despierto.
Toda esa gama de Josefinas yo las imagino: la niña que corre por el campo y hace pis entre los perros. La eterna caminante. La anciana que cuenta historias («el seco»). Todas aparecen ante mí y se expanden, se separan, van tomando posesión de mi mente pero partida, desecha en múltiples caretas a las que es imposible desnudar. Y hay un cuerpo. Hay un cuerpo denso de deseos. Exhuberante de flujos y sexo. Me pervierte. A veces logro perderme en él y soy yo, y hasta puedo sentir que es ella. Deslizándose entre mis piernas, gimiendo y gozando. Creo que cuando me asusto Josefina es más ella misma. Me asusto cuando más disfruta, porque la desconozco. Desconozco la espontaneidad que nos merecemos. Porque nos conocemos. Ya hubo muchas muertes entre nosotros. Y eso nos alimenta. Y nos envejece. Estás durmiendo y siento el peso de estos años como todas esas muertes y quiero dormir, no mirarte Josefina, quiero descansar.
III
– ¿Cómo te llamás?
– Josefina.
– ¿Qué querés hacer?
– Vamos a caminar.
Tengo presente como si fuera ayer el día en que decidí no beber más. El día en que no necesité más el líquido como vía vital. Cuando mi camino me llevó hacia algún lugar, por una vez.
Creo que lo único que buscaba era un sentido, algo por lo que seguir viviendo. Ese sentido no estaba (y no está) en los demás. No sólo lo debía encontrar solo, sino que tenía que deshacerme de la materialidad del otro, y así crear mi propia dialéctica: ¿podía llegar a no beber, tocar el agua o cualquier otro líquido? ¿Podía llegar a encontrar un sentido en esta «locura? ¿Podía ser feliz imponiéndome una prohibición?
Todas preguntas para un después, tal vez después de muerto (de sed o de angustia). Todas preguntas para un buscar. Mi camino no estaba decidido, llegué a un estado en que no podía conectarme con los otros, compartir este pensamiento; el mismo era excluyente. Lo pensé mucho esto: mi búsqueda era humana. Yo pertenezco a la sociedad y mi pensamiento me excluye. Y si convenimos en nuestra necesidad al intercambio, a relacionarnos, a poseernos, yo me negaba a eso. Tal vez debería haberme dedicado a la religión o a la mística. Era para tener en cuenta. De todas formas, mi rechazo era bien retribuido por los otros: me rechazaban. Al no comprender (¿yo me comprendo?) no podían compartirme, no funcionaba en sus vidas.
Con la libertad de aislarme y sentirme aislado hubo un momento en que dudé, y casi el impulso fue acercarme a la gente. Por suerte el rechazo ya era total y empujaba a irme. Esto no impidió que viniera a verme un tipo que era científico o político y que trató de convencerme de que la naturaleza nuestra era vivir con y por el líquido y que transgredir las leyes naturales era una especie de herejía naturalis, y después habló un rato más diciéndome que las organizaciones a las que él pertenecía (porque eran muchas y muy respetables) le acreditaban el derecho y la obligación de intentar hacerme entrar en razón, etc., etc.. Yo por esas épocas era un poco más impulsivo, lo que me llevó también a hablarle largo rato intentando mi defensa intelectual. Hoy le diría que se vaya a la mierda. El asunto es que traté de explicarle cuánto hay de humano en cada acto que cometemos, y que nuestra cultura es parte de nuestra naturaleza, así como procesar estiércol o tirar asfalto sobre la tierra para hacer una calle transitable como la de cualquier (o ninguna) ciudad. Está de más decir que no nos pusimos de acuerdo, y que ese fue mi último contacto humano por mucho tiempo. Contacto reprimido, invertido.
Se me agudizó el sentido de la observación, cosa que me hacía creer bastante omnipotente. Si alguien hubiese logrado verme, notaría una risita sarcástica que me cansó al poco tiempo, y hasta me avergonzó. El aislarme significaba también el rechazo de amigos, familiares y conocidos. Lucha desigual, necesitaba irme de la ciudad a un lugar donde nadie me conociera, o directamente que no haya nadie. Me dije: este país es grande, puedo buscar ese lugar aislado. Conseguí una casita al lado de un río, el Gualeguay, y hacia allí me dirigí.
La soledad es abrumadora. Su tiempo incita a una forma de conocimiento distinto, tanto que muchas veces pensé estar completamente loco y casi salgo corriendo a contarle a alguien. Debilidades del cuerpo. Es verdad, me costó acostumbrarme a mi nuevo estado. Llovía mucho y me tenía que controlar para no salir afuera a mojarme o beber (no tomar) un vaso de agua. ¿Qué es lo que buscaba, me preguntaba?
El tiempo comenzó a correr de forma extraña. Tiempo de pensamiento, de meditación. Poco a poco me acercaría a algo más concreto. Es difícil describir cómo sentía las horas del encierro, cómo el espacio iba cobrando otra dimensión. Comencé a tomar conciencia de mi soledad, no ese sentirme solo entre la gente, sino algo más cercano a lo absoluto. No tenía con quien hablar, a nadie a quien tocar, o aunque sea chocar. Todo lo que ocurría quedaba en mí y se grababa porque era único testigo, testimonio de mí mismo.
La soledad me llevó a conocerme. Mi cuerpo. Mi mente. Mis sentimientos. Este conocimiento no fue intelectual, sino que me fui descubriendo, viendo y sintiendo lo que me pasaba. El placer de mi propio cuerpo, escondido durante años. Toda mi piel me pertenecía y la podía llevar a gozar, a sentir el viento o mi mano. Mi cuerpo encontró una libertad que le era negada, no había leyes ni morales, todo fluía a mi entero placer con la novedad del encuentro de lo desconocido, lo vertiginoso del goce. Fue entonces que empecé a sentir que se liberaba mi mente junto con mi cuerpo. Y también mis sentimientos, porque el goce es sentir. Conciencia del sentir. Sentimiento que atraviesa pulsionalmente mi cuerpo y mi mente. Estado de conciencia irracional.
La confluencia de toda esa gama de sensaciones nuevas se iban mezclando con toda mi vida. Todo lo pasado confluía en ese estado que podía palpar. Descubrí así que mi vida se componía de esas cosas inmateriales que son los sentimientos atravesados por las sensaciones, ideas, sueños irreproducibles. Intuí una ley universal, pero me desconsolé con lo que traía de mi mundo relacionado: mercancías traducibles en dinero o materias. Mi valor en contraposición con lo general, valor negativo. ¿Cabría mi valor en la sociedad, o estaba destinado a ser un desvalor, una falla del sistema? Mi búsqueda avanzaba, pero me aislaba cada vez más. Estaba seco de positividad social y eso indicaba que me acercaba a mi relatividad en la medida en que me alejaba de la de los demás.
Conocí la búsqueda de un valor individual en la posibilidad del amor, encontrar en otra persona el reflejo de uno mismo, el deseo y un poco de satisfacción necesaria para olvidar, para sufrir menos la incomunicación en la cual estamos sumidos, el parámetro de cada uno. Pero el amor es poner en juego todo nuestro egoísmo, y terminé comerciando mi cuerpo y mis sentimientos, encontrando una incomprensión que sumada se transforma en una máquina grosera de vanidad. Mi alejamiento de la gente fue mi-su incomprensión. Incomprensión mutua. Pero, por qué. Por qué.
Recuerdo un cuento que me relataban de chico sobre una mujer (siempre me preguntaba por qué una mujer en este mundo contado por hombres) que en su lucha por la felicidad (?), al no poder encontrar contención en las personas, salía a caminar para buscar en la soledad del camino y los pasos, ese cachito de tranquilidad necesaria. La mujer no se cansaba y recorría calles y rutas seguida de un hombre que intentaba llegar a ella pero que, al fin, siempre iba detrás, como una persecución implacable para devolverla a su ámbito. El cuento no tenía final, y eso me desesperaba y me llevaba a inventarlos, a cerrar un capítulo que en la vida no concluía. Lo tuve en la cabeza de chico, y lo sigo teniendo ahora, tratando de encontrarle un sentido, atar los cabos de esa ficción, buscando yo mi camino, mi soledad, mi vida.
Esta mujer del cuento yo la idealizaba y pasaba a ser un modelo a quien buscaba y nunca podía encontrar. Me chocaba con la realidad de la incomprensión, del amor social, comercial. Y me desconsolaba. Dónde encontrar al ser de la comprensión, donde mi yo desgarrado pudiera depositar la carga de bondad y maldad que llevo adentro. Amor perverso y descontrolado. Pasional y tranquilo. Donde lo feo y lo hermoso confluyan a formar una relación no real pero sí con menos máscaras. Sentirme por una vez sincero con el otro. Decirme no o sí, o que sea un más o menos, pero nuestro.
El buscar esta forma de soledad, de sequía con respecto a los demás, era un escape también necesario, la posibilidad de darme cuenta de si había algo fundamental, un lugar por donde sufrir menos, la transposición del dios impuesto a un valor mío, y la posibilidad de compartirlo.
Está claro que el aislamiento me llevaba a un grado de abstracción alto, y no entraba la preocupación cotidiana. No sé si fue esto lo que me hizo volver, o la aparición de esa mujer. La cuestión de la abstracción aparecía cada vez que recordaba y me sumía en grandes depresiones. Me venían a la cabeza gente y lugares como algo lejano, no tenido. Recordaba una risa u otro gesto y era escalofrío. Eran momentos en que no sabía bien a dónde me dirigía con todo esto y lloraba. Lágrimas secas.
Cuando pienso en la necesidad que me impulsó a apartarme, la sinrazón de buscar en mi interior la relación con los demás, y siento cuán abrumado estaba, tanto en compañía como luego en algunos momentos de soledad, recuerdo a la mujer que apareció un día en mi silencio. Sorpresiva. Llegó un día quién sabe de dónde (porque nunca me lo dijo). Llegó un día sabiendo que yo estaba allí (¿me buscaba?). Llegó un día en que mi garganta seca quería gritar, ya el tiempo no lo contaba. Llegó y entró en la casa sin golpear. Se notaba que venía de lejos, los pies desnudos y el viento en su cara. No sé por qué, tal vez fue su gesto familiar, no la eché, ni le hablé. Ella tampoco habló, sólo se quedó sentada mirándome, parecía buscar algo. Durante todo ese día su silencio me acompañó. Y la noche. Largos coloquios silenciosos. Me sentía bien, su compañía me era agradable, y como parecía cansada, me dije que estaba bien que se quedara.
Por la mañana la encontré despierta y no me animé a preguntarle si se había levantado temprano. Seguimos en silencio. Algo subía por mi garganta y me incitaba a hablar, a saber. Pero no podía. El día pasó rápido, y al anochecer puse comida para los dos y cenamos. Allí ocurrió lo que para mí era previsiblemente imprevisto. Habló. Sólo ella habló y yo escuché.
Yo te conozco. Yo sé quién sos y por qué estás aquí. Te busqué por todos lados y sabía que te encontraría porque era así. Porque te comprendo. Porque tal vez seamos lo mismo vos y yo. Te tenía en mis pensamientos, en mis sueños, en toda mi vida. Sabía que al dejar el líquido dejarías de hablar. Y lo peor es que sí te comprendo. Vine desde lejos a comprender y buscar comprensión porque yo también vivo sola. Sola desde que camino, sola desde que pude gozar, sola en mi búsqueda en los demás. Demasiado sola al descubrir mis sufrimientos. Yo también tengo una vida hecha allá, años que al fin agotan y no permiten descubrirme. Me siento vigilada y controlada, no sólo por la gente que tengo al lado, sino también todo el contexto que me rodea, la rutina de vivir la mentira, de cargarme con voces que me piden: sé como nosotros, nos pertenecés. Y el escape es doloroso, me hunde más y más en un mundo ficcional que lo coloco como barrera, aislándome, corriendo de esta realidad que me inventan, que me imponen. Creo que no podría comparar con nada el silencio de ayer, todo eso que compartimos y que es nada más que vos-yo. Y si ahora te hablo, me doy a conocer, te cuento mis sentimientos, es porque no puedo más. Te miro y sé que me comprendés y lo necesito. Necesito que hablemos todo el silencio que guardamos. Y sé que vos sabías de mí, o que al menos lo presentías.
Mi búsqueda fue larga y fue un deseo intenso que recorría mi cuerpo y no me dejaba descansar. Me iba secando lentamente a medida que pasaba el tiempo. Y me tenía que ir. Parece que nuestra vida nos lleva (nos trae) por un camino de idas, fugando nuestro cuerpo para encontrar la tranquilidad. Y busco en el pasado las claves y no las encuentro, sólo me veo corriendo por el campo jugando y riendo, todavía con la libertad de no conocer lo que me rodea, risa inconsciente. La sequedad nos invade y por mucho que bebamos es imposible saciarnos, porque la tenemos impregnada en cada acto y nos comprime el pecho. No creo que una prohibición como la que te impusiste sea la respuesta (o sí). Sé que éste era el momento de encontrarnos. No antes. Tuviste tiempo para meditar y conocerte. Yo todavía no me conozco, te busco, nada más. Ahora estoy más tranquila y sé que es el comienzo de algo. Tal vez no nos veamos nunca más, o no pueda separarme ya de vos. No importa. Me dan ganas de llorar y sé que me vas a entender y que vas a llorar conmigo porque ya estás llorando. Y si todo fuera una mentira, un cuentito más, no importaría. Podrías no ser vos, pero llorás. Te hablo y llorás como un niño, es el sentimiento que nos atrapa. Y puede que no tenga más que decir después de hoy, no sé ya qué tiene sentido, o si hay sentido en esto. Dejame llorar con vos. Dejame sentir con vos, compartir todo esto que nos pasa, y quedarme con la sensación de haber vivido.
Ah, yo soy Josefina.
IV
– ¿Cómo te llamás?
– Josefina.
– ¿Qué querés hacer?
– Vamos a caminar.
Ella duerme. Ella está acostada (¿soñando?). Me gustaría meterme en su cabeza y descubrir. Es como un interrogante que me recorre: es su vida. Si pudiera introducirme en ella y hacerla hablar. Comienzo a pensar si su silencio no es una carga. Una carga malévola que la hace sufrir. Un secreto escondido que la envuelve para adentro. Todas esas imágenes a las que rinde culto largas horas, en su escritorio. Ese lugar al que no logro penetrar (ella no me deja). Tal vez sus cuentos. Pero qué es lo que yo puedo saber a través de la historia de un loco. Enloquezco yo, tratando de buscar una clave, Josefina, el lugar por donde acceder. Ella duerme y yo la miro, y no puedo dormir. Un algo que me lleva a vigilarla, a ser el fantasma de sus sueños. Josefina escuchame. Josefina mirame. Todo se aleja de nosotros, creando un vacío. Para ella el escape sería tal vez la muerte. ¿Y para mí? Todavía me veo en el impulso de sacarle la jeringa. El dolor. O la bronca a no ser yo el que toma esa decisión. Siempre descubro un error en lo que hago o pienso después de que Josefina me lo muestra. Sin palabras. Realizando todo con esa su naturalidad. Inventando respuestas que pueden ser repetidas, pero que no las veo.
Ahora que la miro me pregunto si soy parte de sus sueños, si ella me mira cuando es parte de mis sueños. Ahora que la miro, dormida, mi tiempo se fuga al pasado y estoy detrás de la puerta, ella concentrada en sus papeles (su mundo). Ahora que la fuga ya es pasado, me encuentro caminando detrás de ella imaginando sus ojos, esos que me atravesaron aquella vez, o en la lágrima de una muerte. Ahora que el pasado se fuga de mí, todas las imágenes son una, y el cuarto se vacía. Inmensidad en la que sólo cabemos ella y yo. Pero me encuentro muy lejos. Un grito puede ser escuchado. Roce kilométrico de voces que pierden los sentidos. Como la repetición infinita de la palabra amor: hasta el no nombrarla la hace importante. Mis pies desnudos recorren el camino persiguiendo-perseguido. Desnudo de desnudez de alma. Es un sentimiento contradictorio: llorar de felicidad. Las idas y vueltas no son más que trampas. Trampas que inventamos y que dejamos hacer. Trampas en las que nos metemos porque no sabemos qué hacer. Engaño de creer en la posibilidad, como si fuera un recuerdo, el cual podemos deformar a gusto Josefina. El espejo ya me mira con lástima. La gente ya no me mira. Sólo la búsqueda en tus ojos.
Contame un cuento Josefina. Contame el cuento del hombre que decidió no beber (no tomar) más líquido. El hombre que fue tomado por loco y se aisló. La historia de «el seco», del hombre de las estepas o de por ahí. Ella cuenta su cuento con la monotonía de siempre. «El seco» eligió ese camino (vamos a caminar). Seco de alegría fue a buscar su yo qué sé. Sigue la historia repetida hasta el cansancio. Tus palabras son mis palabras. El se fue y nadie sabe qué pasó. El recuerdo se fue esfumando en la gente, incapaz de comprenderlo. Quisieron olvidarlo y no les fue difícil. Sólo esos jóvenes (inocentes) que descubrieron el cadáver seco del hombre que se fue. La memoria que vuelve en los ojos que se escapan. Por eso escapo. Mi memoria no me permite recordar. Sólo el dolor. «El seco» no bebía, pero lloraba. Y era amado. Una memoria que recordaba lo amaba, seco por el exilio inexorable. «El seco» vivió sus días aislado. Tal vez pudo pensar. Vamos a caminar, a sentir el aire reflejar el viento en el rostro. El aire para respirar y recordar (ella me lleva hacia ese árbol, yo lo conozco). Pero por qué no recordar una sonrisa Josefina. La sonrisa del aire en tu cara, el sentimiento de ir acercándose. Por qué no intentar buscar esa sonrisa en el otro. ¿Ves? Ya estás dormida, y tu espalda me incomoda. Te miro y no te veo. Estás fría. Tu espalda no es tu boca y yo necesito un beso. Necesito sentirlo.
Cuando no estabas Josefina, me acuerdo que soñaba mucho que te ibas y yo te veía, te veía encontrarte con «el seco», y te veía sonreir. Yo me desesperaba y corría y te gritaba pero era un sueño, así que no te alcanzaba. «El seco» era un hombre muy viejo y su voz era suave y precisa. Me acuerdo de que en el sueño yo me decía: cómo habla, y la voz se confundía y se hacía la tuya, casi olvidada, voz impersonal de lo que no está. Me quedaba bastante mal con el sueño, sintiendo que la realidad se mezclaba con lo imaginario, sintiendo que te perdía, que el viejo podía decirte todo lo que yo no podía. Era cuando más me desesperaba. Y me daba bronca el sentir que tus cuentos te llevaban, que esa era tu vida y lo que pasabas conmigo era un trance, el paso a lo que va a venir. Qué tonto, no? Pensar que tus inventos te separaban de mí. Me decía que estaba loco por pensar esas cosas y trataba de olvidar. Pero no podía. No podía Josefina. No podía olvidarte y te escribía. Ansiaba volverte a ver y no pensaba en otra cosa. Mirá lo que me hacías. A cada momento era verte y recordar tus ojos, esa mirada que me atrapó desde el primer instante, cuando apareciste en mi vida para no olvidarte jamás. Podrías desaparecer y mi vida seguiría siendo vos. Por eso la desesperación cuando te vas o intentás suicidarte. Me quedaría con tu imagen atravesándome y tendría que matarme. Y lo pensé. La posibilidad de que estés con otro («el seco») era motivo de toda mi inseguridad. Desaparecer para olvidarte. Para no tener tu mirada persiguiéndome eternamente. Para poder vivir. Tal vez estaría más tranquilo. Si pudiera olvidarte no te espiaría, no necesitaría correr para que no escapes. ¿Por qué te vas de mí? No puedo entender y no logro llegar a vos Josefina. Y no sé qué es lo que hacemos en una cama vos dormida y yo despierto encontrándome con tu espalda. Hace frío. Tengo un frío que me empapa. Sudor de lágrimas que no se secan, continuas lágrimas que no me dejan verte. Tu espalda se deforma, es un monstruo que me asusta. Y pruebo una caricia y me doy cuenta de que te amo, porque tu piel me es familiar. Pero el frío.
Es que no puedo descansar pensando en esto. El frío no me deja dormir y estoy a tu lado Josefina. Descansar aparece como el sueño lejano, imaginado para otra gente, no para nosotros Josefina. El arte de descansar instituido por los que no te conocen. Es que vos sos incansable, como tu caminar que no tiene fin.
¿Es que hay algo que tenga un fin entre nosotros Josefina? ¿Hay un fin? Confín de irrealidades las nuestras, jugando a contarnos un cuento sin saber a dónde se dirige. Tal vez quiera un por qué, el lugar donde agarrarme para no seguir cayendo, muriendo lentamente, sin poder sentir el el calor de tu cuerpo. Viendo siempre tu espalda. Cuando dormís, cuando caminás, cuando te encerrás en tu cuarto a ver los recuerdos. Como si los estuvieras viviendo en ese instante, te perdés en un pasado que para mí no existe, al cual no pertenezco. No es justo Josefina. No es justo que no podamos compartir aunque sea uno sólo de esos recuerdos. Que me lleves con vos a uno de esos lugares que visitás tan seguido. Tan metida en yo qué sé. Tan lejos de éste tu lugar. Por eso te vas. Estás buscando reencontrarte con un pasado que ya no existe. Me llevás pero voy detrás. Mejor dicho no me llevás, yo te sigo, como puedo. Así me creo que estoy con vos, y cuando llorás trato de acercarme. Te negás. ¿Hay un fin en esto? ¿Por qué el corte entre vos y tus cosas y vos y yo? Me gustaría no preguntarme esto, estar tranquilo disfrutando de tu compañía, que el caminar sea de a dos, que sea un acto sexual, de complementarse. Josefina te quiero gritar que me muero. Vos dormís. Josefina quiero que veas todo lo que te escribí cuando no estuviste. Tengo frío. Siento que mi sangre no corre, estancada en un lugar que va a ser pasado. Como todas tus cosas. Vos vivís conmigo como si todo ya hubiera pasado. ¿Dormís tranquila? Tu postura rígida me dice que estás lejos, otra vez, soñando con ese tu lugar perdido, pensando en la próxima vez en que vas a partir. Llevame con vos. Una vez. O decime algo. No puede ser que no tengas ganas de hablarme o putearme. Mandame a la mierda, rompé el hechizo.
Un grito Josefina sería romper esa barrera que nos separa. Pero si estamos tan juntos, me es imposible no pensarte. Te tengo al lado y sos parte de lo que veo. Aunque sea espalda. Aunque sea frío. Aunque esta imagen glacial me desnude. No encuentro las palabras, se me atragantan en cuanto te miro a la cara. Tus ojos me devuelven una orden de callarme, silencio que podría ser paz. Pero es no decir. Es guardar las cosas que pueblan nuestros sentimientos. Tengo la imagen de la mujer, la niña delatada por sus pies porque anda descalza. Tus historias se repiten y se renuevan como algo que no tiene fin. O lo tiene. Repetís y me suena distinto. Tu voz monótona cobra los matices de mi estado de ánimo. Josefina nos cuenta historias pero son la historia de «el seco» cambiando (o no) de lugares y sentidos. Dónde está la moraleja Josefina. A dónde querés llegar que cada vez que hablás se me seca la boca. Tal vez si una de esas veces en vez de contar me dieras un beso. Y me dijeras ese fue el cuento de hoy. Tal vez te entienda y no necesite las horas de pensar en esto como si fuera lo único, que más allá todo es trivial. Es que es eso lo que me pasa. Y ya no sé qué es lo que está bien. Creo que estoy totalmente cegado. Por vos. No sé qué es lo que hay fuera de nosotros, lo perdí. Por eso no puedo comprender que me des la espalda, que no me mires, que no haya un gesto de compasión por lo menos para la persona que te ama. Y sentir que este frío nos consume rápidamente.
Yo creía que de las personas se podía esperar todo. La posibilidad en la capacidad que tenemos de entregarnos, de sentir, y si es posible, ese cachito de comprensión dentro de la soledad que reina entre la gente (nosotros). Yo creía en mi capacidad de acceder a los otros, especie de omnipotencia que me llevó a no ver las cosas. Yo traté de creer en las pequeñas cosas de la vida para no tener que pensar que somos tan sólo un punto en un mapa inmenso (universo). Yo creí que las palabras de los libros podían darme un poco de entendimiento y así zafar y pensarme a través de ellos. Aferrarme a esas palabras que de tanto repetirlas no las distinguía unas de otras, como ahora (aferrarme a esas palabras que de tanto repetidas me cansaron). Yo creí en tantas cosas que cuando quise darme cuenta eran tantas y tan variadas que fue contradicción. Como pensar que el universo es tan grande y que es tu cuerpo. No tu mente porque eso ya lo excedía. Quise morirme muchas veces pero en verdad quería vivir. ¿Es que siempre hizo frío? ¿O me confundieron las (tus) miradas? ¿Tus ojos? Tus ojos mirándome con el frío de la muerte.
En estos momentos siento que todo está muy lejos, y de repente todo se acerca vertiginosamente, cayendo. Pero a dónde me pregunto. Difícil saber a dónde caigo, de dónde caigo, por qué caigo. Sólo el viaje vertiginoso que no es espacio ni tiempo, que recorre mi interior. Afuera Josefina.
Ahora que dormís y es tu espalda la que mira, reconozco el miedo a la soledad. Lugar buscado y encontrado porque no sabemos para dónde ir. O vos lo sabés. O tus pasos van creando el camino a cada instante. O tu voz es el silencio que me falta. Esta lejanía que siento en la oscuridad que me hace temblar. Tengo una imagen violenta, un pensamiento de golpes y gritos, y estamos nosotros dos, en el medio, violentados, desgarrados, hechos trizas por el dolor.
Un dolor que envuelve vidas y destinos: estar juntos. Dolor silencioso que pide esos gritos para escapar y ver un poco de luz. Pide un par de palabras, nada más, y así desahogar algo de su pena, aunque no sepa por qué. Las ganas de la sonrisa, del aire acariciándote, como cuando te recuerdo de niña. Niña que corre por el campo: ríe, y es esa risa la que nos llena, por la candidez, por la ingenuidad, por la libertad, por todo el tiempo que falta por vivir. Risa que envuelve y nos lleva juntos a un pasado aunque sea tuyo.
Aunque todos fuéramos inocentes, no es posible desligarnos de la falta. No podemos dejar de pensar en esto. Somos todos culpables del estado en que estamos. Del estado en que quedamos después de lo sucedido. Cómo explicarlo. Como si nuestra humanidad estuviera puesta en juego. También debo asumir mi culpa. Lo hecho hecho está, pero siempre cabe la posibilidad de responsabilizar a alguien y que pague por otros, que caiga una cabeza. Las culpas sanadas y la conciencia tranquila. Vivir es estar constantemente en ese estado de ambigüedad, de estar en la cornisa equilibrando nuestro tiempo. Dejándolo caer, hojas muertas. Vivir es sentir lo que pasa a nuestro alrededor, aunque lo neguemos, ceguera voluntaria y engañosa. ¿A quién? No hay quien nos ampare, pero estamos nosotros, abriendo camino como las hormigas, llevando el peso que nos abruma y nos molesta. Cada uno lleva su peso, alguna historia a sus espaldas. Errática nimiedad la de ser nosotros. Espejo de sinsabores en la posibilidad de vernos en los otros.
Es imposible dejar de sentir las cosas que nos suceden, aunque las neguemos. Está todo ahí, metido dentro nuestro, machacando y mostrándonos todo lo que somos o podemos ser. Sentir que los errores se repiten en forma continua, como si no pudiéramos salir. La espesura del mar y las olas que golpean una tras otra contra la costa. No quiero sentirme impotente ante esto. No quiero dejar pasar todos los errores como si no importara. De qué vale decir claridad si no se la ve. Soy el hacedor de mis vacíos, el que busca los deshechos en el agua para hacerme mal. El cansancio representado por todo eso que se repite, ver lo mismo en la misma situación. Cansancio colosal el de no poder salir. Cansancio de estar en la cama y no poder dormir, mis ojos observan el vacío sin pestañear y una voz que no me reconoce. quiero escribir poemas que no salen. ¿Por qué? ¿Es que me hiciste tanto mal? ¿Debería odiar a todo el que me hace mal? ¿O putearlo para descargarme? Yo quiero ir para adelante. Quiero sentir la felicidad de salir. De compartir. De sentir.
Otra vez esta sensación de no vivir. De dejar pasar al lado las cosas que me permiten sentirme un poco más lleno. Debe ser que es de noche, ya es tarde para estar pensando tonterías. Tendría que hacer como vos Josefina, dormir. Estar tranquilo, o parecer tranquilo. Me gustaría que me veas disfrutando, que vos lo sientas, lo sepas, lo sospeches. Y que te quedes despierta, aunque sea de noche, para que sufras lo que yo sufro, porque casi no hay luz pero hay tu espalda. Cada vez crece más, a cada minuto, a medida que aumenta este frío. Y se agranda en una dimensión que no podría imaginar (quisiera estar soñando). Dormir es poco a cómo te siento, mortalmente dormida, lejos. Ya no sé si estás viva o no, dentro mío el vacío crece con la oscuridad, con el frío, con tu espalda desnuda y muda. No sé si vivís o no porque tampoco me animo a tocarte, a chocarme con esta pared cada vez más grande. Es que se acabaron las preguntas porque no hay respuestas. No hay respuestas porque no veo tu cara y tengo miedo de que tus ojos ya no me miren, no miren. Si estuvieras en esas noches de desvelo, sentada en tu escritorio, leyendo esas cartas, fotos, papeles tal vez en blanco pero que significan algo, lo perdido que escondés, que sólo aparece en tu soledad y me margina. Entonces estaría feliz de espiarte porque sé que me controlás, que estás detrás de mis pisadas, que no sólo te aislás en tu mundo sino que hay una pequeña parte de Josefina que no está conmigo pero me vigila. Algo está pendiente.
Pero hoy se fue la luz. Te fuiste a ese lugar que es tuyo, al que yo no pertenezco. Yo no soy esa hoja en blanco en tu vida. Soy tan sólo quien persigue tus pies, el que te acompaña en una búsqueda que es tuya, no es mía porque yo te busco a vos. ¿Por qué volviste? ¿Qué es lo que encontraste en algún lugar que te hizo volver? Siempre es demasiado preguntar por qué. Hay una Josefina en mí, pero creo que es la niña. Esa imagen que me deslumbra y es como tu olor. Pero ahora no lo siento (no te siento). Me gustaría sentir que el deseo no se desvanece, que no se pierda en la noche porque no estás aquí. Hasta cuando te fuiste te tenía en algún lugar, dentro mío, o viviendo en distintos objetos que habías tocado. Me gustaría sentarme en la silla que usabas, para acercarme a vos. O simplemente esconderme detrás de la puerta, esperando tu fantasma. Hasta que aparecieras. Hasta que volvieras. Me parece increíble tenerte ahora tan cerca y que esté esta barrera separándonos: el frío. Nos aleja kilómetros y lo peor es que lo siento, es algo que no se puede dejar de sentir. Sensación del cuerpo rechazado (darse vuelta). Rechazo absoluto de silencio. Como si en este lugar se vivieran dos tiempos: el tuyo recluido en los recuerdos (en los cuentos) y el mío, que no lo encuentro.
¿Será que cada vez nos parecemos más a nosotros mismos? Dejamos ver en nosotros algo real: no nos conocemos. Yo creí conocerte por mirarte. Observarte como un objeto preciado que podía darme felicidad o placer. No sé si me dediqué a enseñarte y que me enseñaras, sólo el perseguirte porque sos deslumbrante. Y qué hay de vos si ésta sos vos. Qué me queda de vos si ésta sos vos. Seguir mirándote pero a través de esto que hoy nos separa: el silencio. ¿Es que en realidad hace frío?
Comienza a darme vueltas esta habitación, se destruye el tiempo y el espacio creado. Lo destruyo yo. Mis manos están entumecidas de tanto necesitarte. Y mi obsesión de que ese calor sea el tuyo y sólo el tuyo porque es así, estás todavía al lado mío (tu espalda) y aunque no te sienta puedo ver tu sombra. Sombra que se recorta en la oscuridad. Repetitiva oscuridad en el tiempo de estar despierto, ya no vigilando.
Se van borrando los recuerdos, lo sé. Es una sensación el que se alejen con tu cuerpo. Te veo alejarte de mí, la cama se alarga, se deforma. Te vas a un lugar desconocido (para mí), te estás yendo. Hay un lugar de las penas, es esta cama. Hay un lugar del olvido, lo llevás vos. Hay un lugar de un rostro que delata angustia, es el tuyo o el mío. Si esta violencia que siento dentro se desatara, si mi puño venciera este estatismo. Si todas estas cosas que me pasan las supieras. Si me animara a ser yo y que fuéramos compañía. Todos son deseos que son ilusiones y nos siguen alejando. Quiero irme, salir corriendo a ninguna parte, pero tampoco puedo. No hay movimiento posible en la oscuridad. Porque mis ojos te siguen buscando. Busco unos ojos que me atraviesen, unas manos que me hablen, un cuerpo que me excite, que me transmita el movimiento que le dieron estos años, que ame y me ame, y que me haga olvidar todo esto, que no se aguanta, que me deshace. Desconozco la espontaneidad que nos merecemos, Josefina, porque no nos conocemos. Hay muchas muertes entre nosotros y eso nos alimentaba pero envejecemos. Estás durmiendo y siento el peso de estos años como todas esas muertes y quiero dormir, no mirarte Josefina, quiero descansar.