1
Hace unos días paseaba tranquilamente por el Paseo de Gracia. El día estaba fresco, y la verdad es que no recuerdo exactamente por qué estaba ahí. Sin darme cuenta, me encontré caminando entre un montón de gente que se manifestaba contra la política económica del gobierno. Supongo que la curiosidad, o que hubiera muchas chicas jóvenes como yo, me hizo seguirlos. Todos tenían el gesto convencido de luchar por algo que vale la pena. Poco a poco me imbuí de esa sensación de fortaleza que da la multitud. Comenzamos a gritar consignas. Si quería ligar, debía ser parte de ellos. Al pasar frente a la sede de un conocido banco, aparecieron de la nada tres o cuatro personas encapuchadas, tirando piedras contra las vidrieras y la puerta del banco, insultando a los gobernantes e instituciones y políticos varios. Todos nos unimos al insulto como algo natural. De repente, me vi a mí mismo tirando piedras. No sé de dónde salieron los policías, a los que también gritamos y desafiamos. Sentí un golpe en las costillas y salí corriendo en cuanto divisamos los camiones antidisturbios. En un momento, junto a cinco o seis personas, nos escondimos en un portal. Nadie hablaba, sólo se escuchaban la respiraciones agitadas y (lo juro) los latidos acelerados de nuestros corazones. Después de unos minutos eternos, pasó un compañero que gritó “¡Vamos! ¡Ahora!”, y salmos de allí. Corrí. Paré para recuperar el aliento. Corrí. Llegué a mi casa y me metí en la cama. Sentí, por este orden: miedo, incredulidad, ira, furia, terror.
Los días siguientes pude ver las imágenes en la televisión. Vi los hechos, la violencia, el descontrol, como algo ajeno a mí. Me indigné con los vándalos y con la respuesta de la policía. Yo no soy violento. Hasta que me vi. Ahí estaba yo, de espaldas, como un energúmeno fuera de sí. Me dio un escalofrío. ¿Por qué, me pregunté?
2
El tráfico estaba pesado. Normal en hora punta en la ciudad. Jorge T. no tenía mucha prisa, pero su pie amaba el pedal del acelerador. Tampoco era cuestión de llegar tarde. En un cruce, un coche que venía por la izquierda le metió el morro, y él contestó con bocinazos y una mirada que dio miedo. Más adelante, uno que iba lento, y aunque no tenía un deportivo, Jorge aceleró y se metió por un hueco imposible al tiempo que gesticulaba con una mano y gritaba: “Tenías que ser mujer. Idiota. Deberías estar lavando platos.” Tuvo que frenar con urgencia, porque otro coche hizo lo mismo para dejar cruzar a una viejita. Ahí estalló, y llenó de insultos al conductor que tenía delante, aunque el hombre no pudo escucharlo porque ya había arrancado. Jorge se cagó en la madre del conductor, en la suya propia, en las mujeres, en los viejos, y en los idiotas.
Para cuando quiso darse cuenta, ya estaba en su destino, así que estacionó, salió del coche como si nada hubiera pasado, y entró en un edificio. Llegaba a tiempo para dar su conferencia. El cartel decía: “Respeto y control del yo. Como vivir en paz con el mundo que nos rodea. Hoy conversamos con el famoso terapeuta Jorge T.
3
Los dos amigos se encuentran en el bar frente a su trabajo. Se dan un abrazo y desayunan juntos. Sus trajes denotan buen gusto y una vida holgada. Hablan de la familia y se interesan por los problemas del otro, los hijos, los gastos de sus mujeres (que no entienden pero aceptan como un mal menor). Después despachan un rato sobre futbol y algún otro deporte que ha sido noticia esa semana. Se citan para un partido de pádel y para una comida con las familias cuando llegue el calorcito: uno quiere enseñarle al otro cómo quedó su chalet después de la reforma.
Llegado el momento, se preguntan: “¿Estás preparado?” “Sí, claro”. Paga uno, no sin antes pelearse por quién lo hacía. Saludan al dueño del bar, amigo también después de tantos cafés.
Son diputados del Congreso.
Cuando entran en el hemiciclo, cada uno va a su asiento. Ellos participan del debate.
Uno- Señor presidente (de la Cámara de diputados), señorías. Tengo enfrente la muestra viva de la inoperancia y la mentira de un partido que sólo actúa en su propio provecho. Éste es el peor gobierno que tuvo nunca el país.- (aplausos de un lado).
El Otro- Vaya gracia tener que debatir con la desinformación, con sus falsas verdades. Está usted faltando a los ciudadanos. Le recomiendo que compruebe los datos, y cuando los tenga, vuelva. Mientras tanto, no haga perder el tiempo al contribuyente.- (aplausos y gritos).
El debate subió de tono y se volvió agresivo, con descalificaciones e insultos personales.
Al día siguiente, los medios de comunicación amplificarían sus palabras y crearían una enemistad vestida de denuncias y querellas: corrupción, vacío de ideas, implicaciones en oscuras tramas, etc.
Ellos volverán como cada mañana al café.
4
La señora M. Se levanta cada día a las ocho de la mañana, se pone una de sus batas de seda auténtica, y mientras espera que su criada filipina prepare el café, le da tiempo a saludar a sus dos hijos, que se van a la escuela. Un beso automático y alguna reprimenda por la ropa que llevan, o una advertencia sobre temas que le rondan en la cabeza. La criada le sirve el café, pero ella ni la mira. Mantienen una interesante relación miedo-desprecio que la señora M. tiene el gusto de comentar con sus amigas.
Cuando acaba de desayunar su café y una galleta integral sin sal, se da un baño, se viste, le envía un SMS a su marido (y piensa que los mensajes de texto son el mejor invento del mundo: rápido, conciso, limpio) y se dispone a salir. Antes, le deja una nota a la criada y cinco euros, mientras le grita: “Te dejo la lista de la compra. Y no te olvides del cambio esta vez”.
La señora M. Tiene prisa. Antes de comer con sus amigas quiere ir de compras. Además de su bolso de marca, lleva una bolsa de una tienda del barrio, no sea que sus amigas se enteren.
Caminar por el centro es un suplicio, pero le vale la pena. Entra en una tienda de ropa femenina normal para el resto de la humanidad. No para ella, que teme ser sorprendida en cualquier momento. La vendedora la ve y se arma de valor para lo que se le viene. No es la primera vez, pero hay que facturar, con la que está cayendo, como dice su jefa.
La escena se repite más o menos como siempre: la señora M. busca algo, la vendedora le muestra diferentes modelos, la otra los mira como si fueran trapos de cocina. Se prueba algunas piezas, pide más, deja todo, se arrepiente. Y al final compra.
“No hace falta que me des bolsa, nena, que sino parece que salgo del super”, le dice mientras coloca con delicadeza su compra en la bolsa que lleva consigo. Paga en efectivo con un billete grande (“¿No te importa, no? Es que no llevo suelto.”) y se va.
La vendedora, agotada, se queda mirando el caos en que se transformó la tienda y junta fuerzas para reordenar todo. Tiene una sensación de “soy una mierda” y odia visceralmente a esa mujer. Ella sí que tendría clase, no como la vieja esa. Veinte años más joven que la señora M., la vendedora anhela todo lo que cree que ella tiene. Sólo le falta esa pizca de suerte para encontrar al hombre adecuado. Pero la suerte no la acompaña. A menudo piensa que el mundo está en su contra, por eso se le niega todo lo que a sus amigas no. Busca febrilmente las frases que expresen su desazón y un amor que la respete y la entienda. Todo esto piensa y casi no se da cuenta de que es la hora de ir a comer. Quedó con sus amigas. Cierra la persiana de la tienda con violencia y odio. Ella se merece algo mejor, porque vale mucho. Así se lo repite al espejo cada mañana. Un día lo verán y podrá comprarse esa casa en el barrio alto. Cuelga un mensaje en Facebook: “la belleza de la vida está en tu interior. Si me buscas, me encontrarás en el amanecer de los sentimientos”. Le encanta esa frase que le pasaron hace unos días. Le da ese positivismo que no tenía por las noches. Sola.
La vendedora también desprecia a las filipinas, de la misma forma que envidia a las señoras M. Pero tiene una coartada: aporta dinero a una ONG (rápido, conciso, limpio).
Cuando llega al restaurante, la vendedora ve a la señora M., y la señora M. ve a la vendedora. Las dos se sienten incómodas.
5
Javier está sentado en el sofá de su casa. Sentado es un decir porque está cómodamente recostado, con el control total de la tele y su teléfono. Cuando desea algo, una coca cola por ejemplo, grita. Su madre casi siempre le trae lo que pide, menos cuando está demasiado ocupada, entonces grita ella: “Que estoy friendo las papas”, por ejemplo.
Javier está mirando un concurso, mejor dicho, un Reality Show, en la tele. En la parte inferior de la pantalla se anuncia: participa, llama al 9999999. Javier lo hace, quiere participar, enseñar al mundo lo genial que es. Los siguientes días, y semanas son una vorágine de entrevistas de selección, pruebas, conocer a los presentadores (famosos), empezar a concursar, demostrar sus habilidades, que el público vote a su favor, que se enamore. Hasta que lo gana y se lleva una cantidad impensable de dinero, y contratos que le aseguran un futuro que lo sacará para siempre de su casa.
La madre de Javier aparece con la bebida que le pidió su hijo.
– Llevas todo el día ahí tirado, inútil. Como mínimo podrías ayudar en la casa. Un día tu padre te va a echar a patadas. ¿Es que no tiene nada mejor que hacer?
– No te enteras de nada mamá. Ahora mueve el culo, que no veo.
6
María L. Está sentada, los codos apoyados en el escritorio, y por un instante, su mente se va, se evade de la luz intensa, de los correos electrónicos, de las responsabilidades. Su compañera Rocío la devuelve a la realidad con un chasquido, al que responde María L, “no puedo más, estoy cansada. Todo son problemas”.
– Va, hagamos un café.- le contesta Rocío con cierta desgana, porque ya sabe la conversación que le espera.
Habla María L.: – Con lo que cobramos y encima tenemos que hacerlo todo. Éstos se van a enterar. Me voy al médico y le digo que me duele la espalda. Me da la baja así.- gesticula con la mano.- Y sino que me echen y a cobrar el paro.
Rocío se impacienta. Siempre la misma cantinela .
Sigue María L.: – ¡Tengo dos carreras! Y estoy aquí haciendo papeleo.
– ¿Y por qué no buscas otra cosa?- le sugiere Rocío.
– No te creas que no lo pienso, eh? Total, para tener un trabajo de mierda y que nos traten como nos tratan…
– Este trabajo de mierda es nuestro trabajo, no? A mí me gusta.
– Yo no valgo para esto.
– ¡Pues vete de una puta vez!
Silencio.. Hasta que María L. Dice: – ¿Volvemos? ¿Pagas tú o pago yo
7
Una historia de amor. El hombre y la mujer se conocieron en una cena, en casa de un amigo común. Pronto congeniaron, se cayeron bien, se buscaron, y por supuesto se encontraron. Descubrieron que compartían muchas cosas, gustos y aficiones, y que disfrutaban estando juntos. El sexo los satisfacía. Se fueron de vacaciones varias veces, y al final prácticamente vivían en pareja. Decidieron casarse, con su amigo (el que los presentó) como testigo de la boda, como agradecimiento a su ayuda infinita en la rueda del azar.
El matrimonio fue bien al principio, con las típicas discusiones conyugales. No se sabe el momento exacto, cómo medirlo, cuando algo se rompió. Tal vez fue que ella perdió un poco el interés, o que él encontró otras razones, o sintió que ella las encontraba en otro lugar, en otro cuerpo. Las discusiones subieron de tono. Un día él le pegó, y lo que debía ser una alerta fue una reconciliación y perdón y arrepentimiento. Pero todo fue a peor. Él empezó a controlarla, volvieron los golpes y los gritos, donde ella y su miedo llevaban las de perder. La incredulidad la dejaba paralizada. Asumir la verdad del monstruo que tenía en su casa le costó demasiado tiempo a la mujer. Se juntaron un reportaje que vio en la tele y un encierro obligado de varios días para animarse a denunciarlo. Un juez dictó una orden de alejamiento que el hombre, al poco tiempo, se la saltó. Ella escuchaba en su cabeza, cada noche, su última frase: te voy a matar. No se había ido el miedo. Un día, se lo encontró en el portal de su casa (él la esperaba), y si no la mató fue porque los vecinos intervinieron.
El hombre estuvo unas semanas en la cárcel, y la mujer en el hospital. Al no tener heridas muy graves, el juez dictó otra orden de alejamiento. Ella tuvo un dejà vu. Entendió que el destino la citó en un camino sin retorno. Sintió indefensión. Le habían facilitado un teléfono móvil para avisar rápido si estaba en una situación comprometida, y al hombre le pusieron una pulsera GPS para controlar dónde estaba. Ella sabía, por intuición, que si él quería, la encontraría (otra vez). Al final así fue. La mujer tuvo suerte y lo vio venir. Adivinó en sus ojos la furia que ya conocía. Sacó de su bolso una pistola y disparó.
Posteriormente, en el juicio al que la sometieron el estado y los familiares de él, ella no quiso contestar a ninguna pregunta. Sólo al final pidió hablar.
– Yo lo maté. Lo maté por odio y por amor. Lo maté porque sino lo hubiera hecho él. Lo maté porque no encontré otra alternativa. Y para dejar de vivir con miedo. Lo maté porque encerrada estaré más libre que esperando la próxima vez.
Que se haga justicia.