HORRORES COTIDIANOS. Segunda parte

1

Hace unos días estaba tomando unos vinos con un amigo. Al cabo de un rato, nuestra verborrea nos llevó por los insospechados caminos de la profundidad. Mi amigo, ordenado y meticuloso, me hizo una señal de silencio con la mano y me confesó: “Te voy a contar mi teoría social”. Por supuesto, callé.

 

–       Nosotros- dijo- cargamos con el peso  de la cultura judeo cristiana, donde lo mejor de los placeres es no vivirlos, y que nos enseña que lo bueno es sufrir para, luego, en un futuro lejano, disfrutar una vez muertos en el más allá. Y lloramos a los muertos a pesar de que nos dicen que están en el mejor de los mundos.

También, a día de hoy, formamos parte de la cultura occidental, que nos incita a consumir cosas (por generalizar) sintiendo que las decidimos en legítima libertad. Nos dicen que elijamos a nuestros gobernantes para luego ellos colocar a sus amigos, y en vez de administrar nuestro dinero, se lo roban. Además, la justicia universal resulta ser de unos pocos y nos dicen que todo el daño que nos hicieron y nos hacen es para nuestro bien. Después, nos piden que les paguemos nuestros impuestos y ellos no lo hacen. Nos prometen cosas a sabiendas de que no van a cumplir.

Los partidos políticos se llaman liberales cuando son conservadores, socialistas cuando son mercantilistas, y de centro cuando son de derechas.

Nos dicen, y repiten hasta la saciedad, que debemos ser proactivos y creativos, luchar por lo que nos parece justo, y rebelarnos ante la medianía. Nos invitan a no aburrirnos, a hacer deportes, a no fumar ni beber, a no conducir un coche a ciento ochenta kilómetros por hora cuando podríamos ir a doscientos cuarenta. Nos machacan que aceptemos las normas, que respetemos al prójimo, que seamos abiertos y aceptémoslo diferente.

Todo eso, pero no. La propaganda se aleja de lo que vemos. Nuestra historia tiene una descripción de película: “Por un puñado de dólares”.

Todas las recomendaciones y exigencias, y problemas generados, sólo nos hacen olvidar y  perdernos en la maraña socio-burocrática para no ir y darles un puñetazo en la cara. Y el  miedo. Miedo a perder lo poco que nos queda.

¿Es mejor la sociedad oriental: Su cultura les enseña que hay que aceptar lo que la vida te dio. Un especie de sumisión, mientras los mandamases disfrutan de su olimpo. La libertad es ser la última hormiga del hormiguero.

Los gobiernos dictatoriales generan miedo y poder masificador. Tu libertad soy yo, te dice el general.

 

M amigo paró su perorata en seco. Yo, que no había podido decir nada, un poco mareado, le pregunté a los pocos segundos.

–       ¿Entonces?

–       ¿Entonces, qué?

–       ¿Qué cómo acaba esto?

–       No sé, pero necesito otra copa.

 

 

2

Un día, Pedro se arma de valor y llama al servicio de telefonía por una disfunción en su teléfono, o en su factura. Después de un minuto donde el programa informático que lo atiende le da la bienvenida, le explica que su llamada puede ser grabada, y previa música, le da varias opciones para poder hablar con un especialista. Elige la que le parece más oportuna y espera. Oye: “Buenos días, espere un momento por favor”. Finalmente, un tal José Gómez le da la bienvenida al servicio de atención al cliente, le pregunta su nombre y le dice: “¿En qué puedo servirle, Pedro? Él explica su problema y José Gómez le contesta que le pasa la llamada al departamento correspondiente. Pedro espera. La música es insoportable. Vuelve José Gómez. “¿Señor Pedro? Los agentes (o técnicos) están ocupados. Espere por favor.” Así dos veces hasta que una señora, o señorita de voz acordeónica, le da otra vez la bienvenida, se presenta (Vanesa Espesa, para servirle) y le pregunta por su problema. Pedro, paciente, lo repite. Vanesa, servil, le pide más datos, lo pone en espera. Y lo pone en espera. Cuando retoma la conversación, Vanesa explica a Pedro que no puede arregla su problema, que para estos casos debe llamar a otro número. Pedro explica que en ese otro número le dieron este (y un ligero temblor recorre su cuerpo). Vanesa lo siente mucho, es en el otro número donde  arreglarán su incidencia. Pedro dice Ok y Vanesa entonces le ofrece un nuevo producto y/o prestaciones que mejora las que ya tiene, con un ahorro sustancial en su factura. Pedro dice no.

– ¿Puedo ayudarle en algo más? Automatiza Vanesa.

Pedro ya no contesta.

 

 

3

Hoy es veintiuno de diciembre de dosmil doce. Hoy se acaba el mundo. La hecatombe. Al principio me pareció una tontería, habladurías de malos traductores. ¿Cómo los Mayas iban a saber cuándo, exactamente cuándo, se destruiría todo lo que conocemos? ¿Y después qué? Pasado mi primer acercamiento incrédulo, no sé cómo, me fui introduciendo en esa sabiduría, en la capacidad de saber leer en los actos de la naturaleza y de los hombres esos indicios. Y había que estar preparados. Saber esperar ese momento con entereza. Si el mundo dejaba de ser el veintiuno de diciembre de dosmil doce, yo tenía que estar muy bien preparado, y, pese a mi juventud, poder haber vivido todas las sensaciones que puede tener un hombre. Entonces me despreocupé. Qué felicidad el poder actuar con la tranquilidad de conocer el fin de todo, de tener la certeza de que todo ya esta determinado, de que hagamos lo que hagamos el juicio final será en otro sitio. Me dediqué a la buena vida, al sexo, a probar todo tipo de drogas, a experimentar el saber caminar al filo de la navaja, a jugar con la muerte. Me hice rico y perdí todo en una partida de póker. No me importó la violencia sino que pensé que sería más sabio teniendo el poder sobre la vida de algunas personas: maté. En mi camino de espera no tuve tiempo de esperar, y tampoco de compartir todas las cosas que hice, porque de alguna forma también me creí un dios. Mi certeza era mi guía y nada me alejó de mi camino. Cada guerra, cada terremoto, cada volcán escupiendo lava era para mí una fuente de confirmación. Cada asesinato, cada corrupto, cada epidemia cebada en la gente que menos podía defenderse, hasta yo mismo, fue el motor que llevó a estar aquí, ahora. No me importó que me condenaran, no me importan mis diez metros cuadrados ni mi diminuta ventana donde el cielo sólo se ve negro de noche y blanco de día. No es una penitencia sino una dulce espera.

Hoy es veintiuno de diciembre de 2012, y falta un minuto para que acabe el día. Y por primera vez en mucho tiempo pienso qué pasará  dentro de un escaso minuto.

¿Y si mañana todo sigue igual?

 

4

Raimundo Pardillo es un hombre hecho a sí mismo. Su fulgurante carrera profesional empieza de joven, con una pequeña empresa que poco a poco crece a medida que su intuición, el buen hacer, y algunos contactos, confluyen en eso que llamamos éxito. También, cuando parece que está en su madurez como creador de tendencias, los premios corroboran lo que todos pensaban sobre su capacidad. El dinero fluye, y aunque un cierto descontrol podría hacer pensar que algo no va bien, nadie piensa en la caída del prohombre. Viajes, gastos suntuosos cual nuevo rico, son parte de su vida.

Hay personas, podríamos llamarlos genios, que no pueden diferenciar su vida profesional de su vida privada. Son esclavos pero amantes de su trabajo. Obsesivos para su saber, están centrados completamente a su obra, sin pensar (al principio) en lo que conlleva ese tipo de vida porque es lo único que saben hacer. No ocurrió esto con Raimundo, al que le gustaba la buena vida, pagar sus caprichos con la tarjeta de crédito de su propia empresa, y dar apariencia de gran empresario.

En algún momento, todo lo que parecía elevarlo hacia el Olimpo social comenzó a ir cuesta abajo. La falta de madurez le llevó a cometer errores de principiante y los problemas económicos afectaban a su empresa. De nada sirve, muchos años después, lamentar todos los errores cometidos cuando uno se miente. Raimundo no quiso ver lo que pasaba, lo que le pasaba. Siguió confiando en esa intuición que a estas alturas ya fallaba. A veces es más fácil escuchar sólo lo que uno espera oir, en vez de intentar ver la realidad, que siempre golpea como viento helado. Echar la culpa a otros. Llorar la esa realidad cambiante.

Raimundo Pardillo se quedó solo. Las últimas noticias que se tuvieron de él hablaban de un hombre que se esforzaba en convencer a amigos y enemigos de que él tenía la llave que lo devolvería al Olimpo perdido, ideas novedosas y fabulosas que darían solución a todo lo que se había torcido y pagarían todas sus deudas. Un hombre que no se daba cuenta de que hablaba con su propia imagen en el espejo.

 

 

5

Una noche, en casa, probando un whisky de malta (18 años) con mi amigo el de la verborrea, se nos fue la charla al fútbol. Hay que decir que hablar de fútbol es como hablar del tiempo: un fenómeno impredecible en el cual siempre estamos equivocados, menos los sabios ancianos, y que nos permite tener conversaciones con cualquier persona en un bar o un ascensor, por poner un ejemplo.

A tercer vaso bebido, a punto de pasar el límite de nuestros cuerpos, él se soltó. Yo ya estaba un poco mareado, así que me dejé ir:

 

–       El fútbol es fútbol.- empezó- Lo que quiero decir es que el fútbol es fútbol como la vida es vida. El fútbol es como una ventana chiquita donde se reproduce todo lo que pasa en la vida. Es por eso que nos apasiona tanto, que no podemos dejar de ver un partido a pesar de que sea malo y aburrido. No me mires así, es la pura verdad. Hay un reglamento, que es como la Constitución, con sus leyes y sus penalizaciones. Nos alegramos de nuestros triunfos y de la derrota del contrario. ¡Igualito a la vida! Cuando un rival hace algo que está fuera del reglamento, son unos hijos de puta; cuando lo hace uno de los nuestros y pasa desapercibido, es un crack. No hay nada mejor que meter un gol con la mano, que es como engañar a Hacienda o al tendero de la esquina. Los árbitros son los jueces que nos dicen si algo está bien o no, y estamos de acuerdo o en desacuerdo según nuestros propios intereses. Hay lealtad, amistad, traición, y tal vez amor. Se tiene la sensación de que siempre ganan los mismos, y, en contadas veces, hay casos de justicia poética cuando un equipo no habitual gana un campeonato. Generalmente, a lo largo de la historia (del fútbol, de la vida) ganan los mas fuertes, los que detentan el poder. Y el público en los estadios es como esa presión que, día a día, nos somete la familia, el trabajo (¡nuestro jefe!), y la sociedad en general.

Lo bueno del fútbol, que es lo que nos atrae, es que todo está a la vista. En la cancha, porque podemos verlo todo (ahora mucho más con la televisión), y fuera, porque la información es extensa y detallista en la prensa especializada, que toma ese mundo deportivo como una totalidad. Y de esta forma, viviendo el fútbol sentimos que tenemos nuestra vida un poquito más controlada, porque no deja de ser un juego. Casi siempre, decidimos estar en el lado ganador. Pero también los hay que prefieren vivir esa melancolía del perdedor continuo, porque saben que el día que sí ganen, la felicidad será mucho mayor.

 

–       ¿Entonces?- le pregunté.

–       Nada, que si ahora nos hicieran un control antidoping seguro que no jugábamos el domingo.

 

 

6

Sara, Sarita para su abuela, su tía abuela, y parte de la familia, lleva días rumiando un malestar. A sus dieciséis años, las fiestas Navideñas son días obligados, perdidos, fuera de tiempo, algo prescindible. Piensa en su abuela, que a pesar de quejarse todo el año de los dolores que le aparecen por el cuerpo y el alma que no la dejan vivir, esos días se dedica a cocinar como si fuera el último bacanal. Su abuelo, patriarca en horas bajas, repite cada año sus historias de guerra como si nadie las supiera. ¡Y todos hacen como si las escucharan por primera vez! El tío Mauricio, siempre al borde de la embriaguez, parece esperar esa copa que le ayude a gritar villancicos y chistes malos. Hay una tía abuela, Encarnación, de la que no recuerda la voz, porque nunca dice nada. Sus tíos Nacho y Ernestina, dicharacheros y altivos, critican con supina puntualidad la comida, los adornos, o el vino, perdonando al resto de la familia. En cambio los otros tíos, Carmina y Alonso, se quejan cada año de la situación, o su situación. O de las dos cosas. Sus primos más pequeños juegan o se pelean insensibles al ambiente. Y el único que parece compartir la extrañeza de estos días locos es su primo Mario, un año mayor que Sara, pero como prácticamente no se conocen, porque se ven sólo estos días del año, no saben cómo compartir el aburrimiento y el hastío. Si por lo menos pudieran comentar los besos pegajosos de la tía abuela, o los comentarios estúpidos de uno de sus tíos, o de lo poco que les gusta la comida navideña. Sara está peleada con el mundo, y estos días siente cómo ese mundo exterior se mete en su casa para hacerle ver que la vida es una mierda. Intenta no ver la televisión para no ver los anuncios de buenos propósitos que duran lo que el turrón.

Ojalá, piensa Sara, ella fuera como su amiga Elena, que cree firmemente en su fe y en estos días, y disfruta de las reuniones familiares. O Marta, que ayuda y acepta de forma abnegada ayudar a su madre para que estos días de intenso trabajo para ella, le sean más soportables.

Sara ya está preparada para los reproches de su madre por su desapego y desinterés por los asuntos importantes de la vida. Sara, a pesar de odiar estos días, duda.

 

Anuncio publicitario

HORRORES COTIDIANOS

Imagen

1

Hace unos días paseaba tranquilamente por el Paseo de Gracia. El día estaba fresco, y la verdad es que no recuerdo exactamente por qué estaba ahí. Sin darme cuenta, me encontré caminando entre un montón de gente que se manifestaba contra la política económica del gobierno. Supongo que la curiosidad, o que hubiera muchas chicas jóvenes como yo, me hizo seguirlos. Todos tenían el gesto convencido de luchar por algo que vale la pena. Poco a poco me imbuí de esa sensación de fortaleza que da la multitud. Comenzamos a gritar consignas. Si quería ligar, debía ser parte de ellos. Al pasar frente a la sede de un conocido banco, aparecieron de la nada tres o cuatro personas encapuchadas, tirando piedras contra las vidrieras y la puerta del banco, insultando a los gobernantes e instituciones y políticos varios. Todos nos unimos al insulto como algo natural. De repente, me vi a mí mismo tirando piedras. No sé de dónde salieron los policías, a los que también gritamos y desafiamos. Sentí un golpe en las costillas y salí corriendo en cuanto divisamos los camiones antidisturbios. En un momento, junto a cinco o seis personas, nos escondimos en un portal. Nadie hablaba, sólo se escuchaban la respiraciones agitadas y (lo juro) los latidos acelerados de nuestros corazones. Después de unos minutos eternos, pasó un compañero que gritó “¡Vamos! ¡Ahora!”, y salmos de allí. Corrí. Paré para recuperar el aliento. Corrí. Llegué a mi casa y me metí en la cama. Sentí, por este orden: miedo, incredulidad, ira, furia, terror.

Los días siguientes pude ver las imágenes en la televisión. Vi los hechos, la violencia, el descontrol, como algo ajeno a mí. Me indigné con los vándalos y con la respuesta de la policía. Yo no soy violento. Hasta que me vi. Ahí estaba yo, de espaldas, como un energúmeno fuera de sí. Me dio un escalofrío. ¿Por qué, me pregunté?

2

El tráfico estaba pesado. Normal en hora punta en la ciudad. Jorge T. no tenía mucha prisa, pero su pie amaba el pedal del acelerador. Tampoco era cuestión de llegar tarde. En un cruce, un coche que venía por la izquierda le metió el morro, y él contestó con bocinazos y una mirada que dio miedo. Más adelante, uno que iba lento, y aunque no tenía un deportivo, Jorge aceleró y se metió por un hueco imposible al tiempo que gesticulaba con una mano y gritaba: “Tenías que ser mujer. Idiota. Deberías estar lavando platos.” Tuvo que frenar con urgencia, porque otro coche hizo lo mismo para dejar cruzar a una viejita. Ahí estalló, y llenó de insultos al conductor que tenía delante, aunque el hombre no pudo escucharlo porque ya había arrancado. Jorge se cagó en la madre del conductor, en la suya propia, en las mujeres, en los viejos, y en los idiotas.

Para cuando quiso darse cuenta, ya estaba en su destino, así que estacionó, salió del coche como si nada hubiera pasado, y entró en un edificio. Llegaba a tiempo para dar su conferencia. El cartel decía: “Respeto y control del yo. Como vivir en paz con el mundo que nos rodea. Hoy conversamos con el famoso terapeuta Jorge T.

3

Los dos amigos se encuentran en el bar frente a su trabajo. Se dan un abrazo y desayunan juntos. Sus trajes denotan buen gusto y una vida holgada. Hablan de la familia y se interesan por los problemas del otro, los hijos, los gastos de sus mujeres (que no entienden pero aceptan como un mal menor). Después despachan un rato sobre futbol y algún otro deporte que ha sido noticia esa semana. Se citan para un partido de pádel y para una comida con las familias cuando llegue el calorcito: uno quiere enseñarle al otro cómo quedó su chalet después de la reforma.

Llegado el momento, se preguntan: “¿Estás preparado?” “Sí, claro”. Paga uno, no sin antes pelearse por quién lo hacía. Saludan al dueño del bar, amigo también después de tantos cafés.

Son diputados del Congreso.

Cuando entran en el hemiciclo, cada uno va a su asiento. Ellos participan del debate.

Uno- Señor presidente (de la Cámara de diputados), señorías. Tengo enfrente la muestra viva de la inoperancia y la mentira de un partido que sólo actúa en su propio provecho. Éste es el peor gobierno  que tuvo nunca el país.- (aplausos de un lado).

El Otro- Vaya gracia tener que debatir con la desinformación, con sus falsas verdades. Está usted faltando a los ciudadanos. Le recomiendo que compruebe los datos, y cuando los tenga, vuelva. Mientras tanto, no haga perder el tiempo al contribuyente.- (aplausos y gritos).

El debate subió de tono y se volvió agresivo, con descalificaciones e insultos personales.

Al día siguiente, los medios de comunicación amplificarían sus palabras y crearían una enemistad vestida de denuncias y querellas: corrupción, vacío de ideas, implicaciones en oscuras tramas, etc.

Ellos volverán como cada mañana al café.

4

La señora M. Se levanta cada día a las ocho de la mañana, se pone una de sus batas de seda auténtica, y mientras espera que su criada filipina prepare el café, le da tiempo a saludar a sus dos hijos, que se van a la escuela. Un beso automático y alguna reprimenda por la ropa que llevan, o una advertencia sobre temas que le rondan en la cabeza. La criada le sirve el café, pero ella ni la mira. Mantienen una interesante relación miedo-desprecio que la señora M. tiene el gusto de comentar con sus amigas.

Cuando acaba de desayunar su café y una galleta integral sin sal, se da un baño, se viste, le envía un SMS a su marido (y piensa que los mensajes de texto son el mejor invento del mundo: rápido, conciso, limpio) y se dispone a salir. Antes, le deja una nota a la criada y cinco euros, mientras le grita: “Te dejo la lista de la compra. Y no te olvides del cambio esta vez”.

La señora M. Tiene prisa. Antes de comer con sus amigas quiere ir de compras. Además de su bolso de marca, lleva una bolsa de una tienda del barrio, no sea que sus amigas se enteren.

Caminar por el centro es un suplicio, pero le vale la pena. Entra en una tienda de ropa femenina normal para el resto de la humanidad. No para ella, que teme ser sorprendida en cualquier momento. La vendedora la ve y se arma de valor para lo que se le viene. No es la primera vez, pero hay que facturar, con la que está cayendo, como dice su jefa.

La escena se repite más o menos como siempre: la señora M. busca algo, la vendedora le muestra diferentes modelos, la otra los mira como si fueran trapos de cocina. Se prueba algunas piezas, pide más, deja todo, se arrepiente. Y al final compra.

“No hace falta que me des bolsa, nena, que sino parece que salgo del super”, le dice mientras coloca con delicadeza su compra en la bolsa que lleva consigo. Paga en efectivo con un billete grande (“¿No te importa, no? Es que no llevo suelto.”) y se va.

La vendedora, agotada, se queda mirando el caos en que se transformó la tienda y junta fuerzas para reordenar todo. Tiene una sensación de “soy una mierda” y odia visceralmente a esa mujer. Ella sí que tendría clase, no como la vieja esa. Veinte años más joven que la señora M., la vendedora anhela todo lo que cree que ella tiene. Sólo le falta esa pizca de suerte para encontrar al hombre adecuado. Pero la suerte no la acompaña. A menudo piensa que el mundo está en su contra, por eso se le niega todo lo que a sus amigas no. Busca febrilmente las frases que expresen su desazón y un amor que la respete y la entienda. Todo esto piensa y casi no se da cuenta de que es la hora de ir a comer. Quedó con sus amigas. Cierra la persiana de la tienda con violencia y odio. Ella se merece algo mejor, porque vale mucho. Así se lo repite al espejo cada mañana. Un día lo verán y podrá comprarse esa casa en el barrio alto. Cuelga un mensaje en Facebook: “la belleza de la vida está en tu interior. Si me buscas, me encontrarás en el amanecer de los sentimientos”. Le encanta esa frase que le pasaron hace unos días. Le da ese positivismo que no tenía por las noches. Sola.

La vendedora también desprecia a las filipinas, de la misma forma que envidia a las señoras M. Pero tiene una coartada: aporta dinero a una ONG (rápido, conciso, limpio).

Cuando llega al restaurante, la vendedora ve a la señora M., y la señora M. ve a la vendedora. Las dos se sienten incómodas.

5

Javier está sentado en el sofá de su casa. Sentado es un decir porque está cómodamente recostado, con el control total de la tele y su teléfono. Cuando desea algo, una coca cola por ejemplo, grita. Su madre casi siempre le trae lo que pide, menos cuando está demasiado ocupada, entonces grita ella: “Que estoy friendo las papas”, por ejemplo.

Javier está mirando un concurso, mejor dicho, un Reality Show, en la tele. En la parte inferior de la pantalla se anuncia: participa, llama al 9999999. Javier lo hace, quiere participar, enseñar al mundo lo genial que es. Los siguientes días, y semanas son una vorágine de entrevistas de selección, pruebas, conocer a los presentadores (famosos), empezar a concursar, demostrar sus habilidades, que el público vote a su favor, que se enamore. Hasta que lo gana y se lleva una cantidad impensable de dinero, y contratos que le aseguran un futuro que lo sacará para siempre de su casa.

La madre de Javier aparece con la bebida que le pidió su hijo.

–       Llevas todo el día ahí tirado, inútil. Como mínimo podrías ayudar en la casa. Un día tu padre te va a echar a patadas. ¿Es que no tiene nada mejor que hacer?

–       No te enteras de nada mamá. Ahora mueve el culo, que no veo.

6

María L. Está sentada, los codos apoyados en el escritorio, y por un instante, su mente se va, se evade de la luz intensa, de los correos electrónicos, de las responsabilidades. Su compañera Rocío la devuelve a la realidad con un chasquido, al que responde María L, “no puedo más, estoy cansada. Todo son problemas”.

–    Va, hagamos un café.- le contesta Rocío con cierta desgana, porque ya sabe la conversación que le espera.

Habla María L.: – Con lo que cobramos y encima tenemos que hacerlo todo. Éstos se van a enterar. Me voy al médico y le digo que me duele la espalda. Me da la baja así.- gesticula con la mano.- Y sino que me echen y a cobrar el paro.

Rocío se impacienta. Siempre la misma cantinela .

Sigue María L.: – ¡Tengo dos carreras! Y estoy aquí haciendo papeleo.

–       ¿Y por qué no buscas otra cosa?- le sugiere Rocío.

–       No te creas que no lo pienso, eh? Total, para tener un trabajo de mierda y que nos traten como nos tratan…

–       Este trabajo de mierda es nuestro trabajo, no? A mí me gusta.

–       Yo no valgo para esto.

–        ¡Pues vete de una puta vez!

Silencio.. Hasta que María L. Dice: – ¿Volvemos? ¿Pagas tú o pago yo

7

Una historia de amor. El hombre y la mujer se conocieron en una cena, en casa de un amigo común. Pronto congeniaron, se cayeron bien, se buscaron, y por supuesto se encontraron. Descubrieron que compartían muchas cosas, gustos y aficiones, y que disfrutaban estando juntos. El sexo los satisfacía.  Se fueron de vacaciones varias veces, y al final prácticamente vivían en pareja. Decidieron casarse, con su amigo (el que los presentó) como testigo  de la boda, como agradecimiento a su ayuda infinita en la rueda del azar.

El matrimonio fue bien al principio, con las típicas discusiones conyugales. No se sabe el momento exacto, cómo medirlo, cuando algo se rompió. Tal vez fue que ella perdió un poco el interés, o que él encontró otras razones, o sintió que ella las encontraba en otro lugar, en otro cuerpo. Las discusiones subieron de tono. Un día él le pegó, y lo que debía ser una alerta fue una reconciliación y perdón y arrepentimiento. Pero todo fue a peor. Él empezó a controlarla, volvieron los golpes y los gritos, donde ella y su miedo llevaban las de perder. La incredulidad la dejaba paralizada. Asumir la verdad del monstruo que tenía en su casa le costó demasiado tiempo a la mujer. Se juntaron un reportaje que vio en la tele y  un encierro obligado de varios días para animarse a denunciarlo. Un juez dictó una orden de alejamiento que el hombre, al poco tiempo, se la saltó. Ella escuchaba en su cabeza, cada noche, su última frase: te voy a matar. No se había ido el miedo. Un día, se lo encontró en el portal de su casa (él la esperaba), y si no la mató fue porque los vecinos  intervinieron.

El hombre estuvo unas semanas en la cárcel, y la mujer en el hospital. Al no tener heridas muy graves, el juez dictó otra orden de alejamiento. Ella tuvo un dejà vu. Entendió que el destino la citó en un camino sin retorno. Sintió indefensión. Le habían facilitado un teléfono móvil para avisar rápido si estaba en una situación comprometida, y al hombre le pusieron una pulsera GPS para controlar dónde estaba. Ella sabía, por intuición, que si él quería, la encontraría (otra vez). Al final así fue. La mujer tuvo suerte y lo vio venir. Adivinó en sus ojos la furia que ya conocía. Sacó de su bolso una pistola y disparó.

Posteriormente, en el juicio al que la sometieron el estado y los familiares de él, ella no quiso contestar a ninguna pregunta. Sólo al final pidió hablar.

–       Yo lo maté. Lo maté por odio y por amor. Lo maté porque sino lo hubiera hecho él. Lo maté porque no encontré otra alternativa. Y para dejar de vivir con miedo. Lo maté porque encerrada estaré más libre que esperando la próxima vez.

Que se haga justicia.