Es un placer anunciar mi nuevo libro. Esta segunda parte de Las Formas de la Felicidad no es sólo una continuación de otro libro, sino un complemento, tal vez más reflexivo. Un trabajo de tiempo, experiencias, alegrías, tristezas, que se reflejan en lo que expresamos. En cómo lo decimos.
Mi agradecimiento a quienes de alguna manera participaron en la creación de este libro: Yolanda, que despierta o dormida es mi guía; Biel, que me enseña cada día un Universo; Martina, que si supieras que las miradas que dibujás son penetrantes (y hablan), infinitas; Clara por ayudarme con la portada.
Y también a mi gran familia de Buenos Aires y Barcelona. ¡Los quiero!
Este libro está a la venta para quien lo desee. Precio: 5€ + gastos de envío, contactando a nicolas@nicolasfriedmann.com
Un pequeño avance:
El yo cambiante
Todos los días me levanto a las seis y media de la mañana, hago pis, me cepillo los dientes y me meto en la ducha. Entonces es cuando me siento despierto.
Me gusta caminar por casa mientras todos duermen, no porque me crea dueño del espacio, sino es la sensación raramente libre de esos minutos en que comienza a clarear el día. Y me preparo un café y miro las noticias en el teléfono, de pasada, apurando esos minutos hasta despertar a Biel. Y entonces todo cambia, se revoluciona el tiempo y el espacio. Y al rato despierto a Yolanda, y la mañana ya está completa para arrancar. Y hay unos minutos, o segundos, cuando mi mente empieza a hilar pensamientos- es un momento, casi un suspiro, en el que divago, es una deriva que une las mayores tonterías con las ideas geniales y grandes poemas que olvido a los pocos segundos, como hilos de palabras que nunca volverán.
Dedicado a mamá, porque los sueños son el motor de la vida
Los hechos ocurrieron el 15 de febrero de
1938, en la ciudad de Buenos Aires. El verano, la
lluvia, el barro acumulado en las calles, un
bullicio sordo, son el acompañamiento de un acto
tal vez heroico, tal vez estúpido, tal vez cargado
de razón o de locura.
El 15 de febrero de 1938, Albertina Orestes,
madre de cinco hijos, esposa de Ramón Jacinto
Migraña, se fue de su casa. Una breve nota de
despedida, sin explicaciones, sin remordimientos,
sin duda. Un vacío.
Nunca más se supo de ella. Algún conocido
decía que un amigo la había visto en un viaje a
Europa, sentada en un café de París, o paseando
por Hyde Park en una tarde primaveral.
Conjeturas.
¿Cómo pudo Albertina hacer algo así? ¿Es
que tenía esa capacidad de tramar, tan sólo de
imaginar un acto semejante? Su marido pasó el
resto de sus días haciéndose este tipo de
preguntas. Todo el mundo se hizo estas
preguntas, y no otras. La verdad es que muchas
veces hay en la vida de las personas acciones
como las de Albertina que son una respuesta. Un
rumbo. Muchos años más tarde, Rogelio, uno de
sus hijos, contó la vida de su madre en un intento
de comprenderla, de saber qué había quedado de
ella en él, además del olvido. Rememorar a la
madre, a cualquier persona querida, hace que
hasta los más pequeños sucesos sean importantes,
por eso deberíamos intentar tomar el relato con
la mayor objetividad posible, so pena de terminar
amándola u odiándola. Porque Rogelio decía que
su madre fue la mujer más hermosa de Buenos
Aires. Y fue ese uno de los motivos de la huida, de
la liberación, o de como quiera llamarse el irse.
«La imagen más fuerte que tengo de mi
madre es ella en el lavadero, venga lavar ropa y
putear por lo sucios que éramos. Yo tenía seis
años, y la verdad es que cada vez que salía a la
calle, después volvía negro de jugar por ahí. Salía
con mis hermanos, que eran mayores que yo, y
claro, me trataban un poco como la mascota.
Terminaba siempre rodando por el barro de la
calle. Cuando llegaba a casa, mi madre me daba
un sopapo y me quitaba la ropa a tirones.
Después, venga lavar, y lavar. Eso era por la
mañana, antes de ir al mercado. Nosotros
vivíamos en las afueras, en Villa Urquiza, cerquita
del tren. Ella también puteaba por el tren, y
decía que alguna vez se iba a subir a uno y no
volvería más, pero nunca le creímos. Tampoco
teníamos conciencia de eso, digo, de lo que podía
significar para ella lo que decía. Por la tarde
cocinaba, preparaba la cena para cuando llegaba
el viejo. Ellos se querían, eso creíamos mis
hermanos y yo, y el viejo también, que se quedó
de piedra cuando vio que mi madre no volvía.
Pero eso fue más adelante, el 15 de febrero del
treinta y ocho. Yo ya tenía diez años, y una cara
de pavo que no te digo, por eso ligaba siempre
cuando estaba con los amigos de mi hermano
mayor. Mi padre llegaba casi a la hora de la cena,
en invierno ya era de noche. Venía de lejos,
trabajaba en el matadero, y llegaba cagado de
hambre. El viejo era un buen tipo, pero a veces se
pasaba un poco. No es que le pegara, pero ponía
cara y decía cosas. Un día le dijo que la iba a
dejar sin coger, por puta, o algo así. Es que en el
barrio se conocía todo el mundo, y a veces se
hablaba. La gente, que se inventa cosas. Yo no
creo que mi madre tuviera un amante. En esa
época se pensaba en otras cosas. La situación del
país y del mundo era un poco convulsa. Yo no
tenía edad, de todo eso me enteré después, y vas
atando cabos. El tema es que ella no era tonta, le
gustaba leer novelas, y las revistas también. Leía
mucho, y tal vez por eso empezó a soñar. Eso no
me lo dijo nadie, pero yo la imagino soñando con
un mundo distinto. Alguna noche que el viejo
tenía turno de noche, ella encendía la radio y
bailaba, se ponía algún vestido, y yo me quedaba
mirándola, era raro, porque era ella y no era ella.
El brillo de sus ojos. Pero no le dijo a nadie lo que
pensaba hacer. Por lo menos no a nosotros, ni al
viejo, claro. El tampoco habló de eso después. Mis
hermanos muy poco. Me acuerdo del año pasado,
cuando murió el viejo, estábamos todos y se me
ocurrió nombrarla, y me miraron con odio. Tal vez
la odian, si todavía vive. Yo no le guardo rencor.
Tuvo su razón, y se fue. Entre las cosas que dejó
el viejo encontré una carta, sin fecha, una carta
de ella donde le dice muchas cosas. Podría ser de
cuando ya no estaba. Que si él no había sido
bueno, que era un putero, que nunca le dio una
oportunidad. Que ella también era una persona y
que tenía sentimientos. Hay tantas cosa que no
entiendo, que el viejo no entendió, y que mi
madre seguro que tampoco. Cuando alguien hace
algo así, irse, es algo deseado, pero nunca
pensado, no se puede tener la mente tan fría.
Éramos sus hijos. ¿Y si ya está muerta? ¿Y si ya
perdimos esa oportunidad de arreglar las cuentas?
Durante años y años quise pensar que se había ido
a bailar a Europa, a esos lugares que ella
nombraba las noches de radio, a que sus ojos
brillaran como esas noches, con su copita de anís.
Una vez, durante la guerra en Europa, salió una foto en el diario, era un puerto. No se veía muy bien, pero dentro del gentío que salía había una mujer que parecía ser ella. Creo que el viejo la vio, la foto digo, porque estuvo unos días sin hablar, ensimismado. Fue entonces que se corrió la voz de que se había ido a luchar en la guerra, con la resistencia francesa. Pero yo prefería mi versión. Además, tenía más glamour, y cuando me preguntaban en la escuela, los dejaba parados a todos. A medida que fueron pasando los años dejé de hablar de ella, o me olvidé. Tenía que ser fuerte. Me casé, tuve dos hijas, en el trabajo me fue bastante bien, y el año pasado se murió el viejo. Y llegó una corona sin nombre. Fue cuando la nombré. Desde ese instante no pude quitarla de mi cabeza. Es como cuando te acordás de cosas de chico, algo que no entendías, y te reís. La diferencia es que sigo igual. Estoy seguro que la corona la mandó ella. Tal vez no se fue de Buenos Aires. Podría haberme cruzado con ella muchas veces, hasta viajado en el colectivo sentado a su lado. Puede no haberse ido nunca, casarse otra vez, vivir en otro barrio, tener otros hijos. Otra vida. El viejo se murió con esa pregunta en su interior.
Lo recuerdo, siempre lo recordaré. Mi cuerpo
tendido en la camilla, todavía caliente. Yo me iba alejando, en una levedad que
nunca antes sentí. Nicolás entró con la doctora. Ella le explicó que ya lo
había hecho, que yo ya no estaba allí. Nicolás asintió, es lo mejor, dijo, no
sufrió, no? No sufrió. Pude ver su cara, serio. ¿Puedo? Si, claro. Y me
acarició, y me susurró un adiós desde adentro. Después, por un instante, no
pudo moverse. Sé que se hubiera quedado horas, mirándome, acariciando mi panza
suave. Pero el lugar era frío y acéptico. Nicolás dio las gracias a la doctora
y quiso salir corriendo, pero tuvo que pagar por la inyección que me dieron.
Yo, sin quererlo, lo seguí en mi levedad, lo acompañé caminando por la calle,
rápido, queriendo llegar a algún lugar. Paró. Llamó por teléfono a Yolanda,
pero no podía terminar la frase, ahogado. Sentí un poco de pena por él, y
también cariño por toda mi vida a su lado, al lado de Yolanda, viviendo esas
vidas paralelas de los gatos y las personas. Ellos sufrieron, yo sólo los
últimos días. Hubiera dado mi otra vida
por decirles algo: estoy bien. Ahora me toca vivir la levedad y extrañar las
caricias, los juegos, y por qué no, alguna reprimenda. Sé que ellos, al nacer
Biel, cambiaron un poco. Biel también fue un poco mío. Algún día le contarán
que a veces dormíamos juntos, que me encantaba acostarme en su cuna, sentir su
olor, saberlo cerca. Desde este otro lugar me gusta acompañarlos. Ellos
intentan no recordarme, porque duele. Y por suerte está Biel, llenando los
espacios que también me faltan a mí. Sé también que sólo era el gato, no voy a
comparar. Pero nos queda el vacío, los momentos vividos, atravesar toda una
vida juntos, sentirme acompañado. Ellos lloraron esta pena intentando que Biel
no se diera cuenta. Y Biel hizo como que no sabía. Las heridas se cierran, ya
sólo soy ese recuerdo, esa brisa de los años que pasaron, mis pelos que aparecen
en la ropa, el no estar cuando vuelven de vacaciones. El silencio.
Mi nombre es Bono, y soy un gato. Me llamo Bono gracias a esas personas que
dicen que soy suyo, y parece que es un nombre que les recuerda a otra persona
que no conocen, pero que tal vez admiran. Mis personas son una hembra de
nombre Yolanda, y un macho de nombre Nicolás, aunque no sé si esos nombres
recuerdan a otras personas, o se llaman así por gusto. A veces se llaman por
otros nombres, como Cariño, o Baby. Esto me lleva a pensar que las personas
responden a varios nombres, como los gatos, que sabemos cuándo nos llaman,
aunque sea con un silbido o una frase ñoña.
A Yolanda yo la quiero mucho, porque es la más cómoda, y porque me gusta
que me acaricie. También me gusta jugar con ella aunque se enoje cuando la
cosa se pone más divertida para mí. Claro, ella me puede levantar con una sola
mano, y si me defiendo con uñas y dientes ya está, me grita y me tira hacia
algún lado.
Con Nicolás es diferente, él me tira la pelotita y yo le sigo el juego y de pa- so
me entreno por si me tengo que enfrentar a un enemigo. Por lo demás, sólo me
gusta estar encima de él cuando no se mueve, así encuentro una posición
cómoda, cosa no tan fácil. Pero bueno, él suele darme la comida y esas cosas
raras que me mete en la boca.
Voy a sincerarme: los quiero un poco, a pesar de sus cosas, porque vivo con
ellos hace ya muchos años y me dejan dormir en su cama. Y un secreto, hay
veces que practican algo así como una lucha que no sé nunca quién gana,
entonces me voy al comedor, o me quedo expectante, porque después se
quedan muy cansados y puedo hacer lo que me da la gana.
Hay días que pienso que soy un gato con suerte, y observo por la ventana a
esos compañeros del patio que me miran mal. Y otras me pregunto: ¿qué habrá
afuera, más allá de esos paseos para ver a Carlos, y alguna que otra escapada
infructuosa?
2
Quiero aclarar una creencia extendida entre las personas, según la cual el perro
es el mejor amigo del hombre. Es sabido que los humanos son pro- pensos a las
habladurías, a dar por buena cualquier opinión, especialmente si encuentra eco
en los diarios o la televisión.
¡Es el Gato el mejor amigo del Hombre! Así, con mayúsculas. Los gatos, igual que los perros, recibimos a nuestras personas en la puerta, expectantes, pero sin vociferar como si se acabara el mundo, y también sin tirarnos encima de quien llega. ¿Acaso los perros creen que una persona que sale de casa no volverá más?
Los gatos nos arreglamos con menos espacio, vamos a nuestra bola, y no
molestamos a nadie. Es más, marcamos bien el territorio del hogar, no sea que
alguien quiera entrometerse. Por eso nos meamos en los rincones. Pero eso no
tiene mayor importancia, porque nosotros descansamos en el rega- zo de
nuestra personita, y dormimos el tiempo que sea necesario, todo con tal de no
molestar.
Ya sé que a algunos hombres les gusta amaestrar a los perros, pero eso es un
signo del ansia de poder que los mueve. Fíjense sino, dando órdenes y
castigando si no los obedecen. A veces dan una lástima.
Por sobre todo, nosotros los gatos somos de naturaleza inteligente, reservados,
austeros, amigos de nuestros amigos, y defensores (pero de verdad) de los
nuestros.
3
La soledad del gato es algo normalmente tomada como una cualidad de los
felinos. Nos tienen como autosuficientes, y nadie nunca nos preguntó si esto es
así. Y cómo hacerlo, si no hay humano que sepa comprendernos. Como mucho,
adivinar ciertos ademanes generales sobre lo que podemos querer decir. Se ve
que esa sí que es una característica humana, la de no poder entenderse. Se
hablan y no se escuchan, se imponen sin saber qué opina la otra persona.
Nosotros los gatos, dentro de nuestras limitaciones, también tenemos
sentimientos complejos. Y sabemos leer en los otros qué hay detrás. Y no
ponemos barreras ni formalidades. Por eso somos leales. Por eso defendemos
lo nuestro.
A veces, al ver a nuestras personas, no podemos más que reir o compade-
cernos de esa ceguera que los acecha. Nosotros vemos en la noche. No te-
memos la oscuridad. Somos los guardianes de esas pobres almas. Pero hay que
admitirlo, generalmente los animales (y para nosotros no es peyorativo)
poseemos ese sentido que nos alerta de la maldad. Para qué necesitamos la
vanidad! Si tenemos hambre buscamos comida. Si el cuerpo nos pide sexo,
buscamos (olemos) a nuestra hembra, a nuestro macho. Si se necesita ayuda,
ahí estamos. No pedimos nada a cambio. Por eso nuestra soledad es diferente,
sordos de los otros, escuchando aullidos en la lejanía.
4
Ya sé que muchas veces me río de los perros, y que casi siempre me parecen
algo estúpidos. Pero el otro día, mis amigos Pica y Porte me contaron como
murió Moro, un perro de los de antes, ovejero, fiel, un amigo. El luto por su
desaparición duró una semana en Paradilla, y sus hazañas todavía resuenan en
lugares tan lejanos como éste. Se ahogó en lodo, me dijeron. Iba persiguiendo
un gato, u otro perro, y no sabía que unos humanos, en nombre de la civilización,
habían cavado un pozo para el tendido telefónico. Era de noche en Paradilla de
la Sobarriba, y la oscuridad le jugó su última broma pesada. Cuando lo
encontraron era tarde ya. Y esa pérdida inútil nadie puede subsnarla.
Una semana dije, duró el luto por el Moro, llorado por su familia, por sus amigos.
Esos días en los que el vacío es tan intenso hay que dejarse llevar, porque la
fuerza no nos acompaña. Yo sé que todo esto que cuento es cierto, porque me
lo han contado unos amigos, y detrás de su mirada pícara sé que lloraban. Y eso
que era un perro.
5
Las vacaciones no me gustan. No creo que sea difícil comprenderlo. Uno vive
tranquilo todo el año, sabiendo que las personas están fuera durante diez, doce
horas. Son las horas de mi siesta. Cuando llegan a casa puedo jugar, me ponen
la comida y me divierto un rato. Pero cuando se van muchos días me dejan solo
como un gato, esperando la visita de sus familiares para que vean si sigo vivo. Al
final pasa que me acostumbro a ellos (los familiares) y ya vuelven Yolanda y
Nicolás. Huelen mal, muchas veces tienen la piel más oscura, y encima esperan
que les haga una fiesta! ¡Por favor! Un mes entero sin venir a verme y después
quieren que todo siga como si nada. La verdad es que se me pasa rápido, pero
yo me hago el enojado un par de días más, para que aprendan. No se juega con
los sentimientos de un gato, no señor.
6
Carlos es mi médico. Cada vez que me siento mal, y a veces no sé por qué, me
llevan a verlo.
Carlos tiene las manos muy grandes y en general me trata bien, aunque alguna
vez se pone pesado y me mete palitos en la boca para después mirar en un
aparato bastante extraño mi saliva.
A Carlos también lo quiero, pero siempre que vamos a verlo se queda hablando
mucho rato con Nicolás y yo me aburro. Y, curiosamente, después de cada visita,
Nicolás me empieza a dar esas cosas que me hacen vomitar.
Antes de que Carlos fuera mi doctor, me llevaban a otros, y ninguno sabía qué
me pasaba.
Sé de muchos gatos a los que les da miedo ir al médico (se cagan encima). A mí,
la verdad, me divierte, menos cuando se ponen a charlar, y aquella vez que me
dolía la panza y me metieron algo por el culo que me dio diarrea.
Carlos es casi como mi segundo padre, y sabe un montón de lo que nos pa- sa a
los gatos, y aunque sé que a escondidas también lo visitan los perros, yo lo
admiro. Cuando sea mayor, quiero ser como él.
7
Tengo que confesarlo: a los gatos nos asustan las ratas y las cucarachas. Es
verdad, y es algo que no podemos controlar. A un ratoncito lo podemos cazar,
pero las ratas son enormes, y tienen una mala leche que no veas. Además son
sucias. ¿Acaso alguien ha visto a un gato que no se lave? Con las cucarachas
es diferente, aparecen por cualquier lado, y en el momento más inesperado. Son
bichos malos. Cuando vean a un gato persiguiendo a una cucaracha es que se
está defendiendo, nada más.
Los gatos del patio me dicen que soy un pijo, y que si tuviera hambre como ellos,
me comería hasta la basura que dejan los del Condis, pero sé que ellos, en el
fondo, si estuvieran en mi situación, pensarían lo mismo que yo. En eso nos
parecemos sospechosamente a las personas.
8
La felicidad del gato es comer, dormir, y procrearse, por supuesto. Nuestra
cualidad felina nos hace estar alertas, cazar si es necesario, pero a lo largo de
los siglos hemos sabido adaptarnos a las circunstancias de la vida. Es así como
nos transformamos en “animales de compañía”, como dicen. ¡A quién no le
gustaría! Te miman, te dan de comer, te dejan dormir. Los que tienen suerte
viven una existencia relajada y feliz. Aunque cada vez se sabe más de gatos
maltratados por sus humanos, seres incapaces de comprender que no somos
muñecos al servicio de ellos, que podemos no querer jugar ni hacer como que
todo nos gusta. Somos gatos, no ositos de peluche. Y qué decir de las
mutilaciones que sufrimos muchos de nosotros: nos esterilizan, nos transforman
en seres sin sexo, y sin ganas de vivir. Por eso nos tiramos por ahí, y
engordamos de pereza y tristeza. Con otros es peor: les arrancan las uñas. ¡Y
les dicen médicos a esos torturadores amparados por la ley! Nosotros también
sufrimos. Tenemos sentimientos. La vida es muy corta para vivirla como un
eunuco.
Hay quien sueña con la libertad, pero la vida ahí afuera es dura. Nos han creado
un mundo feliz que al mismo tiempo es nuestra cárcel. Pero es el mundo que
conocemos.
9
Estoy enamorado. Espero que no se note mucho, porque sino mis personitas se
ponen pesadas y no hay quien los aguante. Mi amor es imposible, y eso lo hace
todo más romántico. Ella… ella es hermosa, tiene el pelo blanco y alguna que
otra mancha marrón claro que le hace tener algo especial. Y lo mejor es que
cada tanto me visita. Se cuela por el balcón de al lado y se acerca lentamente a
la reja que nos separa, y así nos quedamos horas y horas mirándonos,
oliéndonos. Pero como dije, es un amor imposible. Ella es una gata de la calle, y
yo vivo encerrado en mi tranquila vida. A veces sueño que nos escapamos y nos
vamos muy lejos a vivir una vida gatuna lejos de la gente, lejos del pienso duro y
el pis en las piedras esas que me ponen. Lejos de todo pero cerca de mi amor.
Me gusta soñar con mi gata, aunque también hay que decir que me daría un
poco de pereza escaparme, con lo a gustito que estoy durmiendo estirado en la
cama. Y hay que tener en cuenta que cada tanto me dan pollo. Es mi debilidad.
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¿Cómo es la felicidad de las personas? Yo los observo y me parecen raros,
seres que se comportan de forma extraña. Siempre llegan cansados a casa, y a
veces ni siquiera me saludan. Después se pasan el rato diciéndose cosas que
no entiendo, o callados, mientras las cosas las dice eso que llaman tele- visión.
Yo tengo suerte, porque mis personas no hablan como en la televi- sión, pero
me cuentan mis amigos del patio que hay otros que sí lo hacen y entonces es un
griterío que no se aguanta.
¿Y el tiempo que pasan en el baño? Yo me lavo un rato y ya está, mientras ellos
necesitan estar debajo de un chorro de agua (¡qué asco!) y pasarse ese líquido
viscoso y espumoso. Con lo fácil que es lamerse.
Y también necesitan taparse para dormir. Claro, no tienen pelo por todo el
cuerpo y tienen frío. La naturaleza, que es sabia, nos dio a los gatos el pelo, y
con acurrucarnos en algún rincón, dormimos como la seda. Y para salir a la calle
se ponen tantas cosas que cansa: ropa interior, pantalones, camisas, camisetas,
abrigos y hasta gorros. No me sorprende que lleguen cansados y de mal humor,
si van encarcelados de ellos mismos.
Otra cosa, tienen un aparato que de repente suena, es como un timbre que se
repite, y se ponen a hablar por él.
Después lo dejan ahí como si nada, o se preguntan cosas, o cuentan cosas de lo
que sale del aparato.
Para comer, se pasan horas en la cocina preparando platos, con lo simple que
es ir y comer, como hago yo. Que si poner algo al fuego, que si está rico o feo,
que si está podrido.
Todo es complicado para las personas. Yo creo que son felices cuando se ríen.
En esos momentos, hasta la cosa más tonta les da risa. Pero están relajados y
yo me aprovecho porque se ponen cariñosos. También se ponen cariñosos
cuando están tristes.
No sé si son felices, pero al fin y al cabo las personas son entrañables.
Definir las razones que dan vueltas dentro. Sentir que son mías, un sentimiento. Y entonces poder mirar, enfrentar el espejo. Buscar los rastros de mí en los lugares, que los olores me den tranquilidad, que sean conocidos. Volver atrás, para mirar de otra forma, y encontrar el sentido de las cosas que pasan, que nunca entendemos, pero no buscar una explicación. Arrancar de mí una palabra y sortear la mirada del otro como si fuera peligro. Y en el fondo, cuando el dolor está presente, una compañía siempre efímera, eterna, estamos a tiempo de abrir las puertas, dejar entrar el aire, reírnos de nosotros mismos, buscar el sitio que nos cobija.
Cada día me despierto como si todo fuera nuevo pero no. Es como si poco a poco fuera recordando, o sacando de la nebulosa, trozos de realidad que soy yo, que son las cosas que me rodean, que escucho, que siento. Me visto de todo esto para poder salir. Salir es mirarse para afuera, y dejar que te miren. Y cuando logro encajar en el engranaje (a veces me tranquiliza), me pierdo en eso otro y puedo no pensarme.
¿No sentirme?
La realidad es lo que interpretamos como realidad, pero también podemos perdernos en ese lugar. La introspección es un estado que puede alejarnos. Nada nos asegura la paz. Y me pregunto.
Un día, treinta años después, te despertás una mañana y vuelve el ardor. Una sensación de algo que muere dentro (quiere salir). Mi cuerpo está quieto, intenta no moverse, no aceptar las órdenes que le grito (silencio). Todo se mueve adentro, y parece que las ideas, casi ideas, esbozos de pensamientos, usan mi cuerpo inane para correr por dentro. Más rápido de lo que puedo procesar.
El tiempo. Las claves de las cosas que pasan, como si hubiera un por qué, un sentido. Repasar los hechos, intentar buscar en los detalles todas aquellas pistas que nos devuelvan el sentido. Mi sentido.
El tiempo nos cambia los valores, pero soy el mismo. Esa dualidad es la que me acompaña. Aprendemos, y perdemos. Reímos de otra forma, y lloramos más en silencio. Y me miro al espejo y encuentro a ese señor enfrente que me mira, que soy yo pero cuesta reconocerme. Correr toda la vida sin mirar atrás y en un momento el espejo te dice que estás ahí, a esa hora, ese año, y por un segundo, aquel niño que se miraba en el espejo y su deseo era ser mayor, está ahí.
Vuelve la melancolía. No es pensar en lo que ni fue, es la sensación de pérdida del propio tiempo, es ver a tu hijo crecer, es saber que las horas se escapan de los dedos como si fuera agua, el propio aire, y en el fondo no queremos perdernos nada (pero perdemos todo, por más que lo guardemos en objetos, en cantidades, en materia).
Al principio buscaba la felicidad, como si fuera un fin en sí mismo. Ahora espero la tranquilidad, no tener la sensación de deber algo.